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Intensidad

La vida pública en España tiene una proporción alentadora de acierto y eficacia. El funcionamiento de gran número de mecanismos reguladores de la convivencia es más que aceptable; en muchas dimensiones, los avances de la vida colectiva son inesperadamente elevados. El peso de España en el mundo se va aproximando al que le corresponde por su magnitud y significación.

Se justifica que los españoles consideran el porvenir próximo con esperanza y algo más: con confianza; con la impresión de poder avanzar por un camino abierto y sin graves amenazas, hacia un siglo bastante prometedor en un mundo libre de algunos de los riesgos que han gravitado pesadamente, durante varios decenios, enturbiando el horizonte.

Sin embargo, hay algo que puede inquietar en una situación en conjunto favorable, razonable y de bastante solidez. La tentación que puede mitigar las expectativas es la moderación de la "intensidad" en la vida pública. Se dirá que la moderación es buena, incluso exigible, pero creo que no debe significar una reducción de la intensidad, de la plenitud, de la saturación de lo que sin duda es valioso.

Quiero decir que las posiciones que se juzgan valiosas y justificadas deben realizarse y expresarse enérgicamente, lo cual es conciliable con la mesura, la cortesía y, por supuesto, con el respeto y la más escrupulosa veracidad. La fuerza de la expresión debe estar siempre acompañada por la justificación, por los motivos que la apoyan y sustentan.

Hay que huir del gris, de las medias tintas, de las presentaciones lacias de lo que merece ser afirmado y propuesto de manera convincente.

Adviértase que esa intensidad deseada se extiende a todo, también a las posiciones discrepantes de la propia, incluso de las que se juzgan erróneas. En una política sana, que en democracia tiene que ser rigurosamente pública, es deseable la intensidad de todas las opciones. Lo peligroso es que éstas aparezcan desdibujadas, disimuladas, envueltas en velos que las oscurezcan. Hay un riesgo permanente, frente al cual hay que estar atentos. Me refiero al "negativismo" sistemático, que consiste en decir simplemente "no", en oponerse sin contraponer algo positivo, diferente y justificado, expuesto al análisis, la crítica, acaso la invalidación. Cuando las posiciones son "gaseosas", inconcretas, abstractas, es lícito desentenderse de ellas y no perder el tiempo y la energía en fingir que se las toma en serio, lo que es imposible porque no son serias.

Adviértase que la intensidad me parece condición inexcusable para toda propuesta, para que los ciudadanos puedan elegir entre ellas con verdadero conocimiento de causa, por tanto, también para los que se consideren adversarios, a los que se debe desear la mayor "perfección". Esto es una exigencia de ese juego limpio, y difícil, que tiene que ser la democracia, si no es una burla, un remedo de sí misma.

Tanto a un gobierno como a una oposición se les puede pedir precisión, intensidad, justificación, en suma, una combinación de plenitud expresiva y vulnerabilidad.

Con la falsedad hay que ser implacable. Toda posición es discutible, y tiene el deber de presentar sus títulos, es decir, los fundamentos que la sustentan; pero la mentira tiene que ser resueltamente excluida, no se puede discutir con ella, sino simplemente mostrar que lo es y seguir adelante.

Hay individuos o grupos sociales con los que no se puede dialogar, porque es evidente que no se van a contentar, hágase lo que se haga, y es tiempo y esfuerzo perdido. Esta actitud, en el caso de individuos singulares, es la "insaciabilidad"; si se da un paso para aproximarse a sus pretensiones, reclamarán nuevas exigencias y así sucesivamente, sin limitación, lo cual aconseja desentenderse de esa actitud desde el comienzo, para no perderse en una cadena interminable de renuncias absolutamente vanas.

Otra es la forma de actuación de grupos sociales que "consisten" en la adscripción automática e inconmovible a una posición determinada, independientemente de sus méritos, a prueba de errores y fracasos. Estos grupos existen en todas partes, en casi todo el mundo, con diversas tendencias, y es un problema delicado, intelectualmente apasionante, ver cómo se ha llegado en cada caso a ese tipo de adscripción incondicional e inconmovible.

Con ellos no se puede contar. En buena democracia hay que aceptar su existencia, reconocer su libertad, aceptar sus resultados electorales. Me sorprende que haya "entusiastas" de la democracia y de las votaciones que se rasgan las vestiduras cuando éstas son adversas a sus preferencias y reniegan de las mayorías si les parecen "antipáticas".

No es conveniente tener temor. La vida es insegura y peligrosa, y hay que aceptarlo. Pero hay un temor particularmente pernicioso: el temor a uno mismo. El que está convencido de la razón, de la validez de su punto de vista, de la posibilidad de justificarlo, no tiene derecho a presentarlo con tibieza, timidez, borrosidad o desánimo.

Tiene que exponerse, descubrir los flancos que puedan ser vulnerables, y defenderlos; todo ello con la mayor brillantez posible, con la buena retórica veraz que es inseparable del verdadero ejercicio de la democracia.

Esta actitud, repito, es exigible a todos. La democracia es un juego que, como todos, tiene reglas, y si se falta a ellas el juego ha terminado. Si alguien falta a ellas, hay que proclamarlo y extraer las consecuencias oportunas.

Tal vez el ejercicio reiterado de estas actitudes podrá aclarar las cosas, evitar la corrupción de un sistema que, con todos sus inconvenientes, es precioso y merece ser salvado. Incluso cabe esperar que por este camino se podría superar ese enquistamiento automático en posiciones cerradas que no tienen otro nombre que fanatismo. Este gravísimo problema no es meramente político -nada político es últimamente grave-, sino social y quizá "antropológico", porque se trata de una variedad de hombre que aparece y reaparece en diversos lugares y épocas.

Intensidad, claridad, rigurosa veracidad, brillantez, imaginación. Esto es lo que me parece deseable en la situación actual, para que no se ponga en peligro lo que se tiene, y que consiste principalmente en posibilidades: un camino abierto para que la realidad española alcance la plenitud que le pertenece y a la que no es lícito renunciar.

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