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No puede ser coincidencia

La percepción suele ser fragmentaria. Se recibe cada información, cada interpretación de la realidad, cada imagen de lo humano, aisladamente; se reacciona -a lo sumo- individualmente a cada elemento de lo que se sirve a los miembros de una sociedad, sin reparar en el conjunto, en la convergencia de todos esos elementos, que influyen decisivamente en la idea que tenemos de nosotros mismos, de nuestro país, nuestra época, del hombre sin más.

Es una dolorosa pérdida de tiempo -y probablemente ánimo- tener en cuenta lo que reciben nuestros contemporáneos de los medios de comunicación: diarios, revistas, radio, sobre todo televisión, que es lo más eficaz y la fuente única de información para grandes mayorías. Si se ponen en conexión los diversos estímulos que se depositan en las retinas, los oídos y las mentes de tantos individuos, se descubre que una proporción altísima, cuyo porcentaje no me atrevería a fijar, pero cualitativamente abrumador, contribuye a presentar una imagen degradante del hombre.

Informaciones tendenciosas, sesgadas, parciales -de "parte" y casi siempre "partidismo" -potenciadas por los titulares "orientadores", que en muchos casos son lo único que se lee. Artículos marcados por la selección de aquello de que "se habla" o "no se habla nunca", aparte de la libre y legítima orientación de los contenidos; coloquios presididos por una selección arbitraria de los participantes y por los asuntos debatidos; series más o menos "narrativas", cómicas o dramáticas; presentaciones de fragmentos de la historia, o anticipaciones del probable porvenir.

En su mayoría, esas imágenes son desoladoras. ¿Somos eso?, se pregunta el lector, auditor o espectador que se toma el trabajo de atender al conjunto. ¿Es ese el horizonte de nuestras vidas? ¿Responden a la realidad las formas de vida, ideas, estimaciones, proyectos que se presentan como cosa propia de nuestro tiempo?

Vulgaridad, monotonía, zafiedad, lenguaje que está muy por debajo del no muy alentador que domina coloquialmente, absoluta omisión -o negación explícita- de todo horizonte, de toda esperanza, aunque sea problemática, del destino humano. He recordado muchas veces la expresión de mi viejo amigo, tan olvidado, Gabriel Marcel, que hablaba de las techniques d'avilissement (técnicas de envilecimiento) que se aplican a las personas en nuestro tiempo. Marcel murió en 1973, y desde entonces el progreso de esas técnicas ha sido incesante.

La reflexión que se impone al que se da cuenta de lo que acabo de recordar es que no puede ser coincidencia. No se explica una convergencia casual, azarosa, en tal acumulación de hechos que parecen llevar a la misma visión de la realidad humana y sus posibilidades. El balance de todo eso se podría titular "incitación al desaliento". ¿Se justifica?

En modo alguno. Se vuelve la espalda a lo que "se dice" y se mira directamente la realidad, si se tiene presente el mundo real, lo que acontece en torno nuestro, lo que viven, piensan, dicen, esperan nuestros contemporáneos, se ve que, a pesar de tantos problemas, carencias, descontentos, dudas, fracasos, hay una dosis de contento, incluso felicidad, muy apreciable, que domina la impresión de que la vida merece ser vivida, de que el hombre no es despreciable, que hay belleza y fealdad, y que la primera es preferible, que el horizonte no está cerrado y cabe tener esperanza.

¿Cómo se explica esa extraña, abrumadora convergencia de lo negativo, en todos los órdenes, que se sirve a manos llenas a los hombres y mujeres de este fin de siglo? Y digo "hombres y mujeres" porque uno de los ingredientes de esa presentación es la negación o el oscurecimiento de esa realidad y de que es fuente de estímulo e ilusión para los humanos desde el comienzo de su existencia. Se desliza el descontento de ambas formas de vida, en el mejor de los casos se reduce a la condición de "machos y hembras", se desdibuja la propia de "varones y mujeres".

Si se descarta, por inverosímil, la hipótesis de la mera "coincidencia", se puede pensar en una siniestra "conjuración" para proceder al envilecimiento, a la degradación de lo humano. Pero es también inverosímil. Casi todas las "conjuraciones" que se han propuesto en la historia han resultado interesadas ficciones de maniáticos o hábiles manipuladores.

Creo que hay un núcleo -bastante reducido- de este propósito, que aprovecha -esto es lo decisivo- una serie de fenómenos menos siniestros, aunque no menos peligrosos. Vale la pena intentar poner en claro cuáles son. El primero es la "inercia", la pasividad con que muchos aceptan pasivamente lo que se propone, sin la menor crítica. Hay que añadir la frecuencia de la estupidez, que lleva a repetir lo que se ha leído u oído como si fuera la realidad misma. Hay lectores de periódicos "en exclusiva", para quienes existe todo lo que en ellos aparece, y nada más. Un tercer factor, de extraordinaria importancia, por extraño que parezca, es la resistencia a tomar en cuenta lo que se ve, si entra en conflicto con lo que se ha oído. "Ver para creer", se ha dicho como expresión de la actitud crítica, desconfiada, acaso escéptica. Lo dominante ahora es no creer lo que se está viendo, porque pesa más una "teoría", -llamémosla así- que la evidencia. Este es un rasgo característico del europeo, iniciado ya en el siglo XVIII, que desde entonces no ha hecho más que intensificarse. El resultado de la situación que he descrito, y que se puede comprobar con un mínimo de atención, es inquietante y peligroso. Se puede sentir la tentación de pedir una intervención de los poderes públicos para impedir que predomine, pero creo que esa sugestión es aún más peligrosa, que es peor el remedio que la enfermedad. Estoy persuadido de la estupidez de todas las censuras.

Entonces, ¿es que no hay remedio? ¿Hemos de seguir con esa degradada, a veces risible, idea de lo que somos, con la obturación de todo aquello que parece lícito confiar o esperar? No lo creo así.

Como siempre, confío en la apelación al hombre mismo, a cada uno de los hombres y mujeres que componen la humanidad -esa humanidad desbordante en algunos lugares y en vías de extinción en otros sin ir más lejos en Europa, en gran medida por esa imagen de que disfrutamos.

Si cada uno acepta ser quien es, se atreve a serlo, se resiste a la manipulación, no acepta el desprecio de que es objeto por los que pretenden describirlo y expresarlo, reaccionará, sin violencia pero con energía, a la falsificación general que se está llevando a cabo en medio de una pavorosa pasividad o complicidad. He dicho sin violencia pero con energía; dos realidades que tantas veces se confunden, pero que en el fondo se contraponen. Casi toda la violencia que amenaza al mundo y tiene tan buena prensa oculta una curiosa falta de energía, con frecuente cobardía.

La agresividad oculta casi siempre inseguridad y debilidad: la energía puede y debe ser serena y hasta apacible.

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