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San Celestino I
Influencia de Sardes. Nacido en Campania, había servido como diácono y archidiácono desde la época de Inocencio I, estando dotado de gran energía. Las ruinas causadas por el saqueo de Alarico reclamaron de él medidas de reconstrucción (basílica de Santa María in Trastévere y otra de nueva planta en Santa Sabina) que aprovechó para confiscar las iglesias que aún retenían los novacianos. Era urgente, ante todo, ampliar y reforzar la disciplina. Ya Zósimo había invocado los cánones del Concilio de Sardes (342/343) para frenar las ingerencias imperiales. Tales cánones, incorporados a la legislación occidental y muy tardíamente también a la oriental, permitían apelar a Roma cuando los tribunales metropolitanos no ofrecieran las garantías suficientes, y a cualquier obispo depuesto por un sínodo acudir al papa en demanda de amparo. El papa estaba facultado para designar comisiones de obispos de sedes vecinas para juzgar los casos controvertidos.
Las disposiciones de Sardes tropezaban con una fuerte resistencia, especialmente entre los obispos de África. Celestino insistió de nuevo en su obligatoriedad. Sobre todo, empleó de nuevo el caso de Iliria, renovando a Rufo de Tesalónica sus poderes de vicario para de este modo dejar bien establecido que, de acuerdo con el concilio, a Roma correspondía el conocimiento de todas las apelaciones en su grado más eminente. Desde esta posición impartió las órdenes para que los pelagianos fueran expulsados de todas las Iglesias en Occidente y envió a Britannia una misión, que presidía san Germán de Auxerre, para extirpar la herejía. Fue importante la decisión del 431 consistente en ordenar como obispo al diácono Paladio y enviarle a Irlanda para organizar allí una Iglesia, porque era la primera que nacía fuera del ámbito del Imperio romano. El texto antipelagiano, que Celestino distribuyó por todas las Iglesias de Occidente con precepto de obediencia, fue debido probablemente a la pluma de Próspero de Aquitania.
San Celestino se encontró en medio de una querella doctrinal de gran alcance que le daría la oportunidad de poner en práctica los cánones de Sardes. San Cirilo, patriarca de Alejandría, y Nestorio, patriarca de Constantinopla, aunque se había formado teológicamente en Antioquía, se enzarzaron en una disputa acerca de la naturaleza de Cristo. La escuela alejandrina, consecuente con la actitud observada durante la querella arriana, insistía en la íntima unión entre las dos naturalezas, humana y divina, de Cristo; la antiocena, cuyo principal maestro fuera Teodoro de Mopsuestia, enfatizaba la separación. Nestorio comenzó a enseñar esta doctrina añadiendo que el nacimiento, pasión y muerte de Jesús no podían atribuirse a la persona divina del Hijo. «No puedo hablar de Dios como si tuviese dos o tres meses de edad.» Hacia el año 428 o 429, Nestorio prohibió que se diera a María el título de Theótokos (Madre de Dios) y Cirilo respondió con una carta doctrinal que denunciaba dicha tesis como una herejía tendente a separar en Cristo dos personas.
Nestonanismo. En ese mismo momento Nestorio escribió al papa comunicándole sus argumentos. San Celestino no quiso precipitarse: pidió un informe a Juan Casiano, mientras recibía también noticias de san Cirilo. Con todo ello reunió un sínodo en Roma que, el 10 de agosto del 430, condenó la tesis de la radical separación y de las dos personas, dando a Nestorio un plazo perentorio de diez días, antes de pronunciar su excomunión. Luego encargó a Cirilo que «en su nombre» diera ejecución a la sentencia; el patriarca de Alejandría envió al de Constantinopla un verdadero ultimátum. Mientras tanto, los dos emperadores habían decidido convocar un concilio ecuménico (sería el tercero reconocido como tal) en Efeso para el año 431. Esta vez el papa envió a sus tres legados con órdenes de operar en todo momento unidos con san Cirilo pero dejando bien clara la supremacía de la Sede Apostólica. Cirilo, sin esperar la llegada de estos legados, puso en marcha el concilio, en donde se produjo la casi unánime repulsa de las tesis nestorianas. Los romanos la respaldaron. En medio de grandes aclamaciones populares, María fue proclamada Madre de Dios.
Aunque no dejó de mostrar sus reticencias porque se cerraban demasiado las puertas al arrepentimiento de los antiocenos y se envolvía en un solo grupo a todas las corrientes de esta escuela, Celestino confirmó las actas del concilio. Entre ellas había una sumamente importante, impuesta por uno de sus legados, el presbítero Felipe, en que se decía que Pedro «ha recibido de Nuestro Señor Jesucristo […] las llaves del reino y el poder de atar y desatar los pecados. Pedro es quien, hasta ahora y para siempre, vive y juzga en sus sucesores. Nuestro santo y bienaventurado obispo, el papa Celestino, sucesor y vicario legítimo de Pedro, nos ha enviado para representarle en este santo concilio». El primado romano fue, por tanto, reconocido en la forma más solemne.
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