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Democracia e imaginación

Se ha hablado interminablemente, y todavía se sigue hablando, de las virtudes de la democracia, en dos sentidos: las que posee la democracia como sistema político, y las que requiere de los ciudadanos para su ejercicio. Ahora no se habla tanto de ello, porque la palabra "virtud" no está de moda, más bien ha caído en desprestigio, y por ello en desuso. Pero hay algo que me parece esencial para que la democracia funcione y tenga realidad. No sé si es una virtud; acaso en su sentido originario y más propio de ser una fuerza, una posibilidad de actuación, una forma de realidad. Me refiero a la imaginación.

Decía Unamuno que es la facultad más sustancial, la que nos permite penetrar en la sustancia de las cosas y de nuestros prójimos. No andaba descaminado. Su desconfianza en la razón y su entusiasmo por la imaginación lo llevó a su gran creación intelectual y literaria que fue la "novela personal", la novela como método de conocimiento, que estudié minuciosamente hace casi sesenta años. Su error fue aceptar una idea insuficiente y ya superada de la razón y no advertir que esta incluye la imaginación como ingrediente esencial.

La democracia significa la intervención de las personas como tales en la vida colectiva. Por eso es incompatible con toda forma de totalitarismo, y la demagogia es su profanación y desvirtuación, porque elimina el carácter personal y se convierte en una manipulación de las masas. La democracia tiene que estar inspirada, vivificada, por el liberalismo, que consiste en la apelación a la condición personal del hombre, intrínsecamente libre, proyectivo, y por tanto imaginativo.

Pero hay que ver esto, que es evidente, en concreto y con todo rigor. El núcleo de la democracia es la elección entre varias posibilidades. Y estas han de ser imaginadas para que no se conviertan en un ciego mecanismo, en una automatización movida por la propaganda. Lo que se propone a los ciudadanos es una forma de vida, un repertorio de posibilidades, una configuración de la sociedad, un proyecto de país, un argumento de la vida en el futuro próximo y por ello imaginable. La aceleración del ritmo de la vida exige una revisión periódica de las posibilidades, de las exigencias, de los deseos. La idea de que la legitimidad no ha existido más que con la democracia es enteramente falsa y absurda; ha existido, plena y saturada, en otras épocas, en que la variación era mucho más lenta, en que el hombre estaba largo tiempo "instalado" en una configuración que conservaba su validez.

En nuestra época no es así, y esto es lo que reclama la renovación periódica, frecuente, expresa de la voluntad de los individuos mediante el sufragio. Pero para que este tenga sentido y valor es menester que responda a la actitud real de los votantes. Se pensará en la existencia de la libertad, en la ausencia de toda coacción o amenaza. Por supuesto, pero hace falta algo más. Importa mucho "tener libertad", pero incomparablemente más "ser libre". La voluntad no se puede enajenar, ni comprometer, ni entregar como un automatismo, porque es una forma de esclavitud o de fanatismo. La actitud "incondicional" es la perversión interna de la democracia.

La adhesión a una propuesta política -o el rechazo, en su caso- tiene que ser "circunstancial", con motivos concretos, actuales, renovados en cada situación. El votante tiene que ser capaz de "justificar" su decisión. ¿Ante quién? Por supuesto, ante sí mismo. Tiene que darse razón de por qué va a votar de cierta manera sin temor a avergonzarse de ello. Y esto requiere "imaginar" cuál va a ser el resultado de su voto, como si de él dependiera la realidad total que se va a producir o consolidar. El ciudadano, en una democracia, es "autor" del mundo futuro, y por consiguiente responsable de él. Tiene que representarse dónde y cómo desea vivir, qué figura puede adoptar su circunstancia inmediata, cuáles van a ser sus posibilidades, su horizonte, sus deberes.

Si la perspectiva no es demasiado angosta y limitada, hay que dar un paso más. Recuerdo que, en los años inmediatamente anteriores a la transformación política de España imaginé cuál sería mi respuesta si un ángel me permitiera elegir cuál iba a ser la organización de nuestra nación. Y concluí que habría rehusado, aunque confiaba en el acierto de mis deseos e ideas, porque España no debía organizarse como yo deseaba, sino como deseaban los españoles, aunque tenía derecho a que mis deseos fuesen "también" tenidos en cuenta. Hay que imaginar, no solo cómo va a ser mi vida, sino también la de los demás.

Esto obliga a un ejercicio serio de la imaginación. Hay que tener presente el pasado, sobre todo el cercano; hay que lograr una anticipación de lo que se va a intentar conseguir. Hay que hacer el recuento de lo que se tiene, de lo que falta, de lo que se ha ganado o perdido, y sobre todo de lo que se puede ganar o perder.

Esta imaginación puede recurrir a las diversas porciones del pasado, especialmente el personalmente vivido; hay que preguntarse si se quiere volver a él o dejarlo definitivamente atrás, si se quiere prolongar el presente, intensificarlo o rectificarlo y corregirlo. Puede servir de orientación el ejemplo de otros países y sus vicisitudes; en alguna medida se puede experimentar "en cabeza ajena" y ver cómo las decisiones de otras naciones han sido acertadas o extravíos.

Como vemos, la imaginación es pieza fundamental de la democracia, condición de que sea verdadera, eficaz, instrumento de prosperidad, contribución modesta a la posible felicidad, aun a sabiendas de que ésta es asunto personal, de que ninguna forma política puede darla, aunque son muchas las que la pueden comprometer o destruir. Si tuviese confianza en que los habitantes de nuestro país iban a poseer y ejercer una imaginación adecuada, de que iban a considerar el porvenir en su conjunto, abarcando la figura total que iba a adquirir con nuestra participación y responsabilidad, mi esperanza sería muy alentadora, porque estoy convencido de que un número muy alto de personas posee una mente bastante clara y, sobre todo, guarda una considerable dosis de decencia y capacidad de acertar.

¿Cuántos? No sé. Pienso que la mayoría. Y esta palabra es clave en el funcionamiento de la democracia. Con la única condición de que se trate de la mayoría de las "personas", algo que no se puede confundir con otros vocablos con los que se designan las muy diversas colectividades no personales: rebaños, bandadas, piaras, enjambres, jaurías, hormigueros.

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