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Sin enterarse
Me sorprende la resistencia a admitir la realidad por parte de personas a cuya noticia sin duda han llegado las rectificaciones de lo que Feijoo llamaba los "errores arraigados", lo que hoy podríamos llamar las vigencias sociales falsas. Uno de los ejemplos más notorios -y más funestos- es la suposición de que España es un país particularmente violento, acaso definido por esa actitud como carácter propio y permanente. Los que tienen una idea aceptable de la historia de nuestro país saben muy bien que, por el contrario, España es, con gran diferencia, la nación menos violenta de Europa. Aunque haya tenido la desgracia de padecer accesos de violencia "reciente", en las luchas políticas del siglo XIX y en la demencial guerra civil del XX, y de volver obstinadamente sobre ello, en lugar de reducirlo a sus límites reales y superarlo de modo definitivo.
Hace ya quince años, en España Inteligible, mostré de modo concluyente que en la Edad Media se había luchado contra la invasión islámica en la Reconquista, pero muy poco entre los reinos cristianos; que en la Edad Moderna, los enfrentamientos entre españoles habían sido episódicos y de breve duración; que el siglo XVIII había sido, desde el término de la internacional Guerra de Sucesión, excepcionalmente pacífico, un siglo "blanco". Si se compara con las luchas enconadas del resto de Europa, desde la época medieval hasta el Renacimiento, las guerras de religión desde la Reforma, los conflictos entre las maravillosas ciudades italianas, la sangrienta historia inglesa hasta 1668, la feroz Guerra de los Treinta Años, la Revolución Francesa y la época napoleónica, la normalidad de la convivencia entre españoles resulta apenas creíble. Y no hablemos de los dos últimos siglos, sin exceptuar la época misma en que estamos viviendo.
Los tópicos más falsos y desacreditados, contrarios a toda evidencia, se siguen repitiendo tenazmente, de manera generalizada y abstracta. Lo único inteligente sería reconocer la porción de violencia, crueldad y torpeza que nos ha correspondido, indagar sus causas, y al hacerlo extinguir las posibles fuentes de tales errores o maldades, que en alguna medida son inseparables de la condición humana.
¿Por qué esa predilección por el error, sobre todo cuando es negativo, destructor, desalentador? La afirmación requiere atención, respeto a la realidad, capacidad de matizar. La visión veraz nunca es enteramente positiva, porque la realidad es imperfecta e incluye grandes porciones de descontento. Obliga a distinguir, a grandes dosis de "arrepentimiento", a diversos propósitos de enmienda. El que quiere saber y no equivocarse demasiado tiene que vivir alerta, examinar cuidadosamente las cosas, lo cual es trabajoso. Lo cómodo es no saber nada y arrojarlo todo a la basura.
Se da por supuesto que los que han regido España durante dos siglos, cuando el mundo estaba principalmente en sus manos, cuando se estaba constituyendo esa realidad que llamamos Occidente, eran personajes insignificantes o risibles, aunque esto resulta tan inverosímil que haría incomprensible la historia del mundo. Sin duda hubo hombres mediocres, de visión estrecha, corruptos, responsables de errores y quebrantos; pero hay que preguntarse cuántos y cuáles eran, y resulta notorio su carácter excepcional.
Cuando se insiste en los "fracasos" españoles, ciertamente existentes, no se piensa si los demás países, sin exceptuar los que parecen ejemplares, han tenido fracasos comparables o mayores, que no han afectado a su imagen y a la manera de sentirse los pertenecientes a ellos. Sin buscar muy lejos, en los dos siglos últimos, las cuentas de Europa no son demasiado brillantes, a pesar de lo cual podemos sentir admiración y esperanza al contemplar esa ilustre fracción de la humanidad. En el riguroso presente, en los años que no han pasado sino que nos están pasando, en la porción de nuestro Continente que quedó del otro lado del Telón de Acero, es inevitable sentir inquietud, cuando no angustia. Se han pasado varios años de atroz mortandad, interrumpida por la presencia de millares de soldados europeos en lugares donde se puede temer que rebroten las luchas fratricidas el día que falte esa presión provisional, costosa y a la larga insostenible.
Me pregunto por la frecuencia de esa actitud negativa entre españoles, por esa obstinada decisión de "no enterarse" de cómo han sido y son las cosas. Aventuro una hipótesis, a sabiendas de que no es segura, ni fácil de justificar; no es una solución, sino un delicado problema. Pienso si la raíz de ello es un profundo descontento personal. Una de sus raíces es la ignorancia; quiero decir la ignorancia culpable. La actitud a que me refiero se da sobre todo en los "semicultos", que no saben lo que deberían saber, lo que fingen saber. Sienten malestar, se ven "en falta" y encuentran más fácil rechazarlo todo que informarse y pensar. Ese descontento lleva a la actitud de consolarse con el "mal de muchos", a admitir que son así porque son españoles.
Ese descontento a veces no es estrictamente personal. Se consideran pertenecientes a una fracción, territorial o ideológica o política. Se identifican con los rasgos de ese grupo, hacen suyo lo que dentro de él tiene curso y validez, y lo proyectan sobre el conjunto, presente, pasado y, lo que es más curioso, futuro.
Se dirá que esto equivale a vivir en prisión, y así es. Lo que pasa es que son muchos los que entran en prisión voluntariamente y por su pie. Hay una funesta actitud que consiste en hacer dejación de uno mismo, para aceptar una observancia impuesta, no "propuesta", frente a la cual se conserva la libertad, la crítica, la capacidad de decisión.
El proceso de formación de todos los fanatismos no está bien estudiado. Se conocen los mecanismos que llevan a los extremos, a los atroces, a los que entran en la patología y conducen al desastre. Son más difíciles de analizar y comprender los relativamente moderados. Gabriel Marcel, hombre reflexivo, ponderado, lleno de matices, usó una vez una expresión afortunada: "fanatismo venial". La aplicó a los que identificaban la inteligencia con el tomismo.
Lo más peligroso es que los fanatismos veniales pueden convertirse en mortales. Si se examinan éstos con algún rigor, se ve que empezaron por ser muy poca cosa, nada alarmante, y se fueron exagerando, extremando, hasta llegar a la total destrucción.
Por eso es esencial enterarse. Tengo una convicción muy arraigada: que casi todos los grandes aciertos o los grandes desastres han tenido en su origen una posición intelectual: una verdad o una falsedad evitable. Por eso confío en esa modesta operación, tan humana, que se llama pensar.
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