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Infidelidades

En este mes de marzo del año 2000 ha adquirido singular alcance e importancia una actitud que no había sido frecuente hasta ahora en el ámbito religioso: me refiero a la crítica o, para servirme de una expresión de larga tradición, de examen de conciencia. Las más altas autoridades eclesiásticas están volviendo la mirada a su historia con una reflexión sincera, acompañada de una dosis de descontento, malestar, reconocimiento de errores, incluso arrepentimiento. No puede desconocerse la afinidad de esa actitud con el título de un capítulo de mi libro La perspectiva cristiana, publicado hace poco más de un año: "Las infidelidades cristianas al cristianismo". El cristianismo tiene ciertas exigencias, sin las cuales pierde autenticidad, se desvirtúa, puede convertirse en otra cosa, faltar a la verdad, por afán de defensa, deseo de justificación o afán de comparación con otras doctrinas o conductas. Esta comparación puede estar bien fundada, pero no puede llevar más allá de la verdad. Si esto se hace, se añade a los errores uno más y de mayor magnitud; y si se comete con lucidez, quiero decir, sin ceder a presiones que en otros tiempos han podido oscurecer el juicio, ese error es resueltamente culpable.

Desde la aparición del cristianismo tropezó con la incomprensión de los judíos, resistentes a la universalidad religiosa, y con el desdén social de los romanos. Al adquirir cierta importancia la comunidad cristiana, la hostilidad se intensificó hasta convertirse en las gravísimas persecuciones.

La segunda fase sobrevino con el establecimiento legal del cristianismo y su participación de algunos poderes temporales. Se inicia un sistema de presiones: doctrinales, de varias comunidades u observancias, escuelas teológicas, disidencias o herejías. Un paso más, decisivo, fue la constitución de pueblos cristianos, contrapuestos a los islámicos y en relaciones de rivalidad o manifiesta hostilidad.

Inicialmente de modo defensivo, tras las invasiones musulmanas de los siglos VII y VIII, luego con iniciativa cristiana, desde las Cruzadas, y luego, durante largo tiempo, en términos de "imposición", con perturbación del imperativo evangélico de "enseñar" a todos los pueblos. No tardarán en aparecer las rivalidades internas, dentro de las comunidades cristianas, en formas muy agudas desde el luteranismo y la escisión de la cristiandad. La Edad Moderna significó las mayores tensiones, las luchas políticas con motivos o pretextos religiosos, la intolerancia, la suspicacia, las diversas indagaciones o inquisiciones, comunes a todas las confesiones y que culminan en los interminables y todavía más absurdos procesos de brujería, escasos y secundarios en España, predominantes en Alemania, Suiza, Francia e Inglaterra.

Se produce el olvido del valor de la religión, redescubierto parcialmente en los últimos decenios, y sin que se desvanezca la actitud negativa, la hostilidad. Más reciente aún ha sido el descubrimiento de que la fe es una gracia, y por tanto no exigible. Con otras palabras, un don por el cual se puede y debe sentir gratitud, sin que sea motivo de jactancia o prepotencia. Si se considera la situación a que se ha llegado o se está llegando, se advierte una extraordinaria purificación de la actitud religiosa, en especial dentro del cristianismo, y se advierte que está comenzando el respeto a las condiciones exigibles. Lo que ha parecido tanto tiempo "celo" religioso, se ve como adulteración del verdadero cristianismo, como rigurosa infidelidad a su contenido.

Lo que parece asombroso es que haya sido menester el transcurso de veinte siglos para que empiecen a cumplirse algunas condiciones primordiales que han sido imperativo de lo que puede llamarse la actitud cristiana. Pero las infidelidades no pertenecen exclusivamente al pasado. En nuestro tiempo amenazan o se imponen otras: el olvido de porciones esenciales, precisamente las estrictamente religiosas; el contenido de la revelación, la impregnación de la vida por la iluminación que el cristianismo vierte sobre ella. La suplantación de lo intrínseco por lo marginal y secundario, la reducción del núcleo religioso por consecuencias que pueden ser valiosas y hasta necesarias, pero vacían lo más fecundo e irrenunciable. Se habla de la "secularización" del mundo, pero mucho más grave es la secularización de la religión misma, imperante en grandes porciones de la cristiandad.

No deja de ser curioso que esta nueva actitud de justificación, crítica, descontento de muchas actitudes aceptadas, parezca casi exclusiva del catolicismo, apenas perceptible en otras confesiones, ni digamos en otras religiones o en diversas doctrinas o ideologías, incomparablemente más opresivas y violentas.

No creo que sea un azar el que esa purificación de lo religioso se haya anticipado e intensificado dentro de la Iglesia Católica, que ha solido tener más presente el depósito de la fe. Desde una postura incorrecta, de sustancial infidelidad, ha tenido más presente el contenido irrenunciable, lejos de la tendencia a las constantes renuncias, con riesgo de evaporación casi total de la religión o su transmutación en posiciones ajenas al núcleo en que lo propiamente religioso consiste. Lo que resulta evidente es que las tentaciones persisten. La vigilancia sobre la propia conducta, individual o institucional, es absolutamente necesaria. La inseguridad, la posibilidad del error o la falsificación, es algo constitutivo del hombre. Pero también lo es el darse cuenta del error, la posibilidad de rectificación, y enriquecimiento, de intensificación de lo que es propio y verdadero.

Se suelen hacer las cuentas de los males, pasados o presentes. Hay una extraña resistencia a reconocer que hay cosas que mejoran con el tiempo, a veces tras larguísimos periodos. Pero así acontece. Urge hacer el recuento de lo que está mejor que en otros tiempos, acaso en todos los anteriores. Es la manera de tomar posesión de las ganancias, conservarlas y ponerlas a salvo de recaídas.

La palabra "contumacia" se ha usado innumerables veces para calificar la herejía, lo que se consideraba el error, lo fuese realmente o no. Conviene evitar toda contumacia, y muy especialmente la obstinación en adherirse a errores o infidelidades arraigados. Se trata de ejercitar enérgicamente la libertad y el pensamiento, de buscar, hasta donde sea posible, la evidencia y el acierto de lo que nos proporciona. Lo peor de todo es dejar perder y pasar por alto lo que, acaso con esfuerzo y sacrificio, se ha conseguido.

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