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La sombra del pasado
Es frecuente en personas que producen algo -sería muchas veces exagerado decir que "crean", palabra casi siempre abusiva-, la impresión de que los que lo han hecho en el pasado les hacen sombra. Por lo general, se trata del pasado reciente, de los que conservan cierta actualidad, que son el comienzo del presente. Así sucede con los autores de la generación del 98, con los cuales comenzó lo que es "nuestro tiempo". Esa actitud lleva a procurar descalificarlos con uno u otro pretexto. Se les niega vigencia, o se ponen en duda sus valores y excelencias usualmente reconocidos.
A veces esto se generaliza "aguas arriba", hacia el pretérito, y puede remontarse a la totalidad de la tradición creativa del país o de la lengua. En España se han dado y siguen apareciendo esas revisiones negativas de cuanto se ha hecho desde tiempos remotos, creando o fingiendo un vacío total.
Creo que estas actitudes, que suelen suscitar una curiosa adhesión, responden a una inseguridad. Los que las inician, formulan y propagan tienen dudas sobre el valor y consistencia de su obra, temen que no deje huella ni perdure, y de ahí que sientan lo que han hecho otros como un "estorbo", cuyo fulgor, paradójicamente, les hace sombra.
No se trata de la magnitud e importancia de la obra propia. Hay autores "modestos" y que se saben tales, que no participan de esa impresión de inseguridad y no se dedican a la descalificación ajena, sino todo lo contrario: gozan de ese pasado, se enriquecen con él, lo reviven y potencian, les produce alegría. Su obra propia, cuya importancia no exageran, que consideran escasa, limitada, a veces nula, es auténtica y lo saben. Es una situación que encuentro admirable, que contribuye a la propia perfección, a la difusión de lo valioso -en la medida en que son profesores o escritores-, es el signo de salud intelectual por excelencia. Para llegar al extremo, he conocido a algún profesor de filosofía, en España y en los Estados Unidos, que no ha escrito nada y, sin embargo, ha vivido de la filosofía como pocos, de leerla, gozarla, admirarla, poseerla, enseñarla. Otro tanto se podría decir de otros campos y géneros.
En el caso de figuras modestas, este temple vital es ejemplar y conmovedor, pero puede darse en las más encumbradas, en las personalmente creadoras por derecho propio. Para ejemplificarlo en un nombre cercano, pienso en Azorín, que escribió con conocimiento, placer y generosidad sobre cuanto se ha escrito en español, desde el Poema del Cid hasta los más jóvenes que él. La razón capital de esto es una "seguridad" en la obra personal, no en su genialidad, siempre infrecuente y problemática, sino en su "verdad", en el hecho de ser "suya", de responder a algo que se ha visto, meditado, pensado desde la intimidad. Esa seguridad no lleva al endiosamiento, a la vanidad, a la jactancia; cuando esto aparece, más bien descubre desconfianza, otra inseguridad no tan diferente de la que lleva a las descalificaciones.
El fenómeno inverso de estas es la actitud generosa ante el pasado cercano o remoto. Cuando ese pasado no se ve como un enemigo o un estorbo, empieza a adquirir relieve, interés, riqueza, sorpresa. El tiempo de la Restauración, los últimos decenios del siglo XIX, es un ejemplo notorio. Ha sido casi unánime el desdén por esa época, a veces movido por la admiración a los deslumbrantes autores del 98. A medida que se va fijando la atención en ese periodo se lo va estimando más, se van descubriendo excelencias sobre las que se pasaba con indiferencia o desdén.
He recordado hace algún tiempo que en ese periodo vivían Valera, Castelar, Cánovas, Sagasta, Alarcón, Pereda, Echegaray, Giner de los Ríos, Costa, Galdós, Clarín, Menéndez Pelayo, Emilia Pardo Bazán, Ramón y Cajal, Antonio Maura, Pablo Iglesias, sin contar pintores, músicos y otras figuras altamente estimables, que no se tienen en cuenta al valorar la época en que coincidieron. ¿Es desdeñable?
Otro ejemplo, de mayor volumen, es el siglo XVIII, desconocido y por tanto desdeñado desde que pasó. En los últimos decenios, su imagen ha cambiado de manera asombrosa. Hace cuarenta años, se sabía muy poco y se pasaba por alto casi todo el siglo. Desde entonces, ha revelado una riqueza excepcional, se ha incorporado a la realidad española, ha ocupado su puesto real en la serie de los siglos.
La estimación por los siglos de oro, desde fines del XV hasta fines del XVII, ha vertido luz sobre ellos; pero a medida que se dilata y aguza la mirada, se ve que su imagen era incompleta, que la realidad es muy superior a lo que se admitía. La atención se había concentrado sobre algunos aspectos, en detrimento de otros de parejo interés cuando se van descubriendo y analizando.
Y hay que ir más atrás. La Edad Media ha sido muy mal conocida hasta muy entrado el siglo XX. La divisoria de aguas data de la obra de Menéndez Pidal, completada por la de los grandes arabistas, desde Miguel Asín Palacios. Pero todavía queda sin explorar, analizar y valorar el torso de ese periodo "enorme y delicado", que encierra la clave del conjunto de la historia española y de su cultura.
Las sorpresas que depara la atención a la España visigoda, y por consiguiente a la invasión islámica y la Reconquista ulterior de ella son incontables. Hay que salir, sin embargo, al paso de un peligro real: la parcialidad de las posibles perspectivas. Y esto en dos sentidos: el de "parte" y el de "partidismo". Si los investigadores se limitan a una porción y desatienden el conjunto, la perspectiva se altera. Si, lo que es más grave, aportan una ideología que deforma la realidad, el enriquecimiento queda atenuado o invalidado por un elemento de error.
Esta pluralidad de posibles actitudes tiene una importancia extremada, que rara vez se tiene en cuenta. El conocimiento real y veraz de la realidad permite vivir desde ella, no desde una fracción o una caricatura de su conjunto. La instalación en lo real es la condición capital para los proyectos. El desdén injusto del pasado puede afectar a la memoria de los que son víctimas de él, pero mutila a sus responsables, a los presentes. Un país que ignora o desfigura su verdadera realidad vive a medias, o bastante menos, con una exigua parte de sí mismo o con un remedo, tal vez tendencioso y malsano, de lo que es.
Si se hiciera un análisis escrupuloso de nuestras carencias y de los errores que nos amenazan o que se cometen sin cesar, se encontraría que una porción sustancial de todo ello se debe a lo que estoy echando de menos. Por el contrario, valdría la pena lanzar una ojeada a la imagen que tendríamos de nosotros mismos si imperasen la atención, la veracidad y la generosidad. Y sería tranquilizadora y, más aún, incitante e ilusionante la imagen que nos ofrecería el porvenir. El colectivo y, claro está, el de cada uno de nosotros, la plenitud de la vida española, que es la de cada cual.
Del director
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