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La posesión de un privilegio

Hay palabras que tienen un destino adverso. El negativismo que dominó tantas interpretaciones en el siglo XVII unió la palabra "privilegio" al adjetivo "injusto", lo cual fue una abusiva injusticia; simultáneamente, cayó en desuso o desprestigio la nobilísima expresión "nobleza obliga". Ahora se trata de un privilegio de inmenso alcance, y al que no cabe atribuir ni la menor sospecha de injusticia: la prolongación de la vida, acaso por quince años, y con frecuente buen estado de conservación, más allá de los setenta que hasta hace poco eran la frontera "normal" de la vejez y la vecindad de la muerte. Este es el origen de ese prodigioso don con que se encuentran los hombres, al menos occidentales, de nuestro tiempo, y que he llamado "una edad nueva". Este es el gran privilegio de esta frontera entre dos siglos, esta fase biográfica para la cual, ante todo por falta de atención, imaginación y pensamiento, no hay ningún proyecto vigente, con la consiguiente desorientación que amenaza a nuestro mundo.

He escrito tres palabras que me parecen decisivas: atención, imaginación, pensamiento. Son complementarias, requisitos indispensables de esa condición humana que se llama racionalidad. Sin atención suficiente se resbala sobre lo real, se lo pasa por alto, no se retiene; pero la percepción de la realidad requiere la imaginación, la visión de su vinculación con lo irreal, que le da sentido y lo hace inteligible; finalmente, tiene que intervenir la razón, la comprensión de todas esas conexiones, el resultado del pensamiento.

Hay que preguntarse cuáles son los caracteres de esa edad nueva, de la que, por serlo, sabemos muy poco. No se ha contado con ella, porque estaba fuera de nuestro alcance; es una edad "final", cuyo sentido primario debe ser la culminación de la vida, su "recapitulación", la posibilidad de vivirla en su conjunto, con su argumento y su sentido. Pero no se trata simplemente de recordar, porque la vida se hace siempre hacia adelante, es proyectiva, futuriza, se cuenta desde los proyectos. Lo que llamo recapitulación se hace desde el porvenir.

Esa consideración de la propia vida en su conjunto lleva a su análisis y depuración, a distinguir en ella lo que le ha sido propio y lo ajeno, adventicio, imitativo o simple falsificación. Es la fase de contemplación de la propia vida, una "confesión general", por lo pronto ante uno mismo, una rectificación, una operación que hace que la vida de cada uno sea realmente "suya", lo cual puede hacer que esa etapa final, lejos de ser una inerte liquidación, sea la más propia e intensa, quizá la más interesante y que dé verdadero sentido a su totalidad.

"A distinguir me paro las voces de los ecos", dijo profundamente Antonio Machado. ¿No es esta, precisamente, la función de esa prolongación que nos es dada de nuestra vida? ¿No nos permite decir sí a lo verdadero, despojarnos de las adherencias ajenas que estímulos de todo orden la han añadido, con mengua de su autenticidad, de su verdadera realidad? Los proyectos que han llenado la vida, desde la inmediata y cotidiana, la profesión ejercida, las decisiones que la han jalonado y determinado su argumento, todo eso puede ser sujeto a revisión, a justificación; es una instancia que es dada para dar nueva realidad a nuestra vida, para saber quiénes hemos sido, con mayor o menor aproximación a quienes teníamos que ser para ser nosotros mismos.

Pienso sobre todo en la gran mayoría de la humanidad, en los innumerables hombres y mujeres cuyo nombre no pasará a la historia, que han tenido esa maravillosa realidad que se llama la "vida cotidiana", los oscuros menesteres de cada día, la profesión, por modesta que sea, que ha ocupado el tiempo, el esfuerzo, el cuidado, los desvelos. El trabajo en cualquier profesión u oficio, el cuidado de la casa, la familia, los hijos, los nietos, el campo, los afanes sin nombre especial de cada jornada. Al volver la vista a su totalidad, se puede sentir satisfacción, orgullo por el esmero puesto en todo ello, o la insatisfacción, casi el remordimiento, por lo hecho con descuido, de cualquier manera, por la posible infidelidad a unos deberes que, justamente por su modestia, reclamaban especial atención y cuidado. Un tiempo de revisión, una nueva oportunidad de rectificación, aun de lo ya hecho, en la medida en que es parte de nosotros mismos, de nuestra realidad.

Pero no puede ocultarse el hecho de que la edad que estamos considerando es la última. Esto quiere decir que su desembocadura o desenlace es la muerte. A lo largo de casi toda la historia de nuestro mundo, se ha vivido con clara conciencia de esto, se ha contado con la muerte -iba a decir "se ha pensado constantemente en ella", pero no estoy seguro-; se la ha preparado, se ha intentado tener una "buena muerte", expresión que ha cambiado profundamente de significación. Ahora se tiende a apartar la vista de ella, a olvidarla, con mala conciencia, porque se sabe que es una falsedad. Hay que contar con ella, saber dónde ponerla, darle un lugar en la propia vida, hacer que le dé algún sentido. Yo me atrevería a decir que hay que vivirla, si no se quiere desvirtuar todo lo demás. Una manera de esquivarla, de escamotearla, es dar por supuesto que tras ella no hay nada. Aparte de la imposibilidad de tener ninguna certeza de ello, aparte también del sentido de la fe religiosa, hay que tener presente la improbabilidad de entender lo que podría ser la desaparición total de la aniquilación, de una persona, algo mucho más difícil de comprender racionalmente que su perduración.

En todo caso, la manera como cada uno imagine su muerte, la interprete en el contexto de su vida, como parte esencial de ella, es lo que la humaniza, lo que permite aceptarla e integrarla en una trayectoria humana, y por ello personal.

Hay que salir al paso de un error, frecuente en personas "piadosas", así como la ligera suposición de aniquilación lo es en las que no creen serlo: la idea de que "no puede uno llevarse nada al otro mundo". Con pretexto de "desprendimiento", suele ser una manera de justificar el desapego o despego de toda realidad creada, sin advertir que esto envuelve un desdén por el Creador. En todo caso, hay algo que no puede uno dejar de llevarse al otro mundo: los proyectos. Porque es lo que somos, y sin ellos no somos nada, mejor dicho, no somos nadie.

Lo último que necesitamos conservar, examinar, revisar, poseer, es el conjunto de nuestros proyectos. Incluso aunque se piense que se emprende viaje hacia la nada. No digamos si se mantiene hasta el final la interpretación futurista de la vida personal, si se tiene conciencia clara de que, por ser la vida proyectiva, no se ve razón alguna para dejar de proyectar.

La posesión de ese extraño privilegio que ha sobrevenido al hombre de esta encrucijada de siglos brinda un proyecto para llenar de contenido, interés, dramatismo esa prolongación de la vida, para hacerla excepcionalmente digna de ser vivida.

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