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La ambición en las letras

Casi siempre que se habla de literatura -en el sentido lato de la palabra- se piensa en la producción, en las obras creadas en una época y lugar. Esto es lícito, pero da una imagen incompleta de la realidad. Habría que comparar esto con lo que se ha pretendido hacer, lo que se ha intentado, aquello a que se ha aspirado. El resultado de lo que se ha hecho adquiere su sentido cuando se tiene presente lo que ha sido la ambición literaria de que han partido los escritores. Esto varía enormemente con los tiempos. En algunos, la pretensión dominante, que es el punto de partida, lo que da sentido a la operación de escribir, es muy alta. En otros, mucho más modesta y sobre ella aparece lo que se realiza, con un sentido bien distinto. En los dos siglos de oro, quizá más aún en el XVII, la ambición era muy levantada, y su huella se descubre en las obras reales, con relativa independencia de su calidad y valor. El siglo XVIII descubre una pretensión mucho más modesta: el escritor aspira a menos, se ve a sí mismo con una magnitud menor, su pretensión, por lo pronto social, es más modesta.

Esto se ha reflejado en la valoración recibida. Durante dos siglos se ha tenido la impresión de que la literatura española de ese siglo, no solo era "menor" en importancia, sino también en volumen. Esto último era falso, como se ha comprobado cuando se la ha conocido adecuadamente, sin pasar por alto su mayor parte. Lo contrario ha sucedido con la literatura francesa de la misma época, que ha parecido incomparablemente mayor, porque lo era su pretensión o ambición.

En esta perspectiva son decisivos los géneros literarios. En cada época tienen "visibilidad", sobre todo, los que tienen mayor prestigio y por ello se intenta cultivarlos. Los demás tienden a "olvidarse" o recibir una atención marginal; sus autores parecen "menores"; es el caso de Feijoo, Isla, Juan Andrés, Jovellanos, Cadalso, Moratín; si se los compara con otros famosos del siglo anterior, hay que esperar bastantes sorpresas.

Uno de los factores que condicionan esa "ambición" es la magnitud de los países -o de sus lenguas, su prestigio y difusión-. Recuérdese la inmensa ventaja inicial de Francia, seguida de Inglaterra, y lo que costó que la literatura alemana alcanzase una pretensión de magnitud análoga; Italia la gozó en principio, pero pronto la fue perdiendo. Esta ambición o pretensión depende de otros factores. Los que he mencionado son primariamente colectivos; pero no menos decisivo es el factor personal, la manera como se siente el escritor mismo, con qué magnitud se ve. Esto es la clave de la situación durante el Romanticismo, que en ocasiones llega hasta la deformación por magnificación. El autor romántico se imagina, se desea, con frecuencia se interpreta como un "genio". Muchas veces se presenta así, y con valor de persuasión. Añádase a esto la precocidad de los románticos, y la frecuencia de que sus vidas fuesen breves. Desde la juventud "dan su medida" y adquieren así su figura social. Como solía acompañarlos la intensidad de sus vidas, su fuerza expresiva, esa apariencia solía ser verdad. Esto explica la impresión de riqueza e importancia de la literatura romántica, su eficacia, superior a lo que podría esperarse de su volumen real y, más aún, del tiempo de actuación de sus autores.

A lo largo del siglo XIX las cosas se van serenando, el ritmo es más lento, las famas pretenden consolidarse, justificarse, no son probables casos como los de Larra y Espronceda, fulgurantes, de fama instantánea -recuérdese el descubrimiento de Zorrilla en el entierro de Larra-. Los autores de la Restauración "duran más", adquieren "importancia" con el tiempo, con frecuencia parecen de mayor magnitud en su tiempo que en épocas posteriores.

Todo esto, que rara vez se tiene en cuenta, influye extraordinariamente en la imagen de los escritores y las épocas en que viven. Si se atendiera a esta curiosa "ambición", se tendría una idea bastante distinta de la historia de la literatura y de toda la vida intelectual que se realiza escribiendo.

Pero hay algo todavía más importante y más difícil de percibir. Me refiero a lo que cada autor pretende hacer, independientemente de su resonancia, apariencia o éxito. En eso consiste la verdadera y más profunda ambición. Esta dimensión es la que afecta a una dimensión enteramente distinta: la autenticidad. El escritor quiere hacer algo preciso, que es lo que ambiciona y pretende; puede desear el éxito, tal vez la fama o la riqueza, pero no es eso lo que le importa; desde luego, no es eso lo que puede satisfacerlo. Estos bienes, alcanzados por algo que no se necesitaba hacer, serían más bien dolorosos. Imagínese a Cervantes, nunca demasiado estimado ni elogiado, pospuesto a los Argensola, que lleva dentro algunas obras en las que consiste, que no está seguro de poder realizar o de haber realizado. No se piense solo en el Quijote, también en las Novelas ejemplares, en algunos versos y algún teatro, y desde luego en el Persiles. Analícese su reacción humana, personal, al Quijote forjado por Avellaneda, cómo y dónde se siente herido. Esto es más visible en un autor de obra reducida: sería menos comprensible en Lope de Vega.

El ejemplo más claro de esta "ambición" se encuentra, a nuestro alcance, en la generación del 98. Sus autores son, hasta donde es posible, "modestos" -con la posible excepción de Unamuno-. Lo son, con evidencia, Azorín y Antonio Machado; a pesar de las apariencias, Baroja y hasta Valle-Inclán. No tuvieron importancia social durante muchos años, y creo que no la necesitaron ni apenas la desearon. Querían hacer algunas cosas concretas, precisas, y las buscaron a lo largo de sus vidas. Podríamos decir que se buscaban a sí mismos en una realización literaria. No es mala fórmula para definir la autenticidad.

Si se los compara con otros autores, también egregios, que podemos conocer de cerca y bien, empiezan a entenderse muchas cosas. Basta con hacer un esfuerzo que rara vez se hace.

Si se tiende la mirada por unas cuantas figuras de las tres generaciones posteriores, surgen las diferencias, que no coinciden con la calidad o la perfección. Autores admirablemente dotados y de mayores "pretensiones" han carecido de esa ambición radical que se nos impone en la mayoría de los hombres del 98. Su notoriedad ha sido mucho mayor, en parte por motivos extrínsecos. Y sin embargo en aquello adivinamos algo nuevo y distinto, destinado a perdurar, algo que podrá resistir a los vaivenes de la moda, a los reveses, a los desvíos.

Un hecho aparentemente secundario nos puede ayudar a comprender de qué se trata. Entre los autores del 98, algunos no han sido propiamente literatos, sino más bien hombres de pensamiento; eran tan literatos como los demás, pero además era para ellos decisiva la verdad: esa fuerza de otro origen es la que se desliza en sus páginas y les impone directamente la exigencia de la autenticidad.

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