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Patrimonio

Cada país, a veces algunas de sus partes, también los conjuntos de convivencia que constituyen unidades superiores, poseen realidades de que disponen y que forman sus recursos, su riqueza en el sentido más amplio de la palabra. El territorio, sus posibilidades económicas, los retos que su realidad incluye, y que son el estímulo de sus actividades, una condición de sus posibilidades. En todo eso "consiste" cada una de las articulaciones de la humanidad, el punto de partida de su vida colectiva.

Todo esto tiene carácter material o, si se prefiere, "natural", y en cierta medida está "dado". Pero todo ello es solamente una parte de aquello con que esa porción de lo humano se encuentra. Ante todo, hay una sucesión de convivencia, por supuesto variable, cambiante, pero en la que es esencial la continuidad, es decir, la historia. Las realidades humanas varían con el tiempo, adquieren diferentes configuraciones, se orientan hacia muy diversos proyectos, pero lo decisivo es la existencia de una continuidad a través de las fases. Es lo que se puede llamar con propiedad la historia, que es el primer elemento del patrimonio que excede de lo natural, que es propiamente "humano".

Esa historia es más o menos larga, y es esencial desde cuándo existe, cuál es su origen, hasta el cual se pueden remontar los recuerdos, lo que podrá llamarse la memoria histórica, hecha, sin duda, de parciales discontinuidades, de "fases". Con eso se cuenta para ejercer la función capital de la vida: proyectar. ¿Desde dónde se hace? La desigualdad de los patrimonios, que es el principio de "individuación" de las sociedades, establece la gran articulación de la humanidad, cuya unidad no es en modo alguno completa, sino que muestra una pluralidad rebelde a toda unificación arbitraria.

A lo largo de esa historia, cuya duración, coherencia y riqueza son múltiples, cada porción de humanidad ha realizado incontables proyectos, ha tenido éxitos y fracasos, momentos de plenitud y estancamientos, retrocesos, interferencias con otros pueblos; en suma, ha acumulado un patrimonio, estrictamente humano, ligado a la serie de esos proyectos y a su destino o desenlace. Lo que llamamos la "cultura" en su sentido más lato es la porción más propia y próxima de cada patrimonio.

Las ciudades, empezando por su existencia, desarrollo y permanencia, son un factor capital. No se olvide que son el principal instrumento de convivencia, y por ello de conciencia de "pertenencia", de posesión imaginativa de la realidad colectiva. Las ciudades van depositando esa historia, con su doble sentido de continuidad y variación, con diversos grados de riqueza, creación, imaginación, belleza. Son los lugares en que innumerables individuos viven y conviven. Hay un hecho decisivo: la permanencia de algunas ciudades a través de variaciones sustanciales de las realidades en que han existido. Es notorio que en épocas muy remotas no se estaba todavía en España, pero existían ciudades como Cádiz, Córdoba, Sevilla, Tarragona. Había "romanos" que eran cordobeses o sevillanos, y por tanto "hispanos".

Las ciudades y la arquitectura permiten la conservación, la contemplación, la posesión de una parte esencial del patrimonio cultural.

La escritura, su actualización mediante la lectura, ha hecho posible la posesión, conservación, actualización de un elemento capital del patrimonio, precisamente aquel que retiene el "sentido" y los argumentos de la vida. La literatura -para emplear una sola palabra englobante de todos los géneros posibles- es la pieza principal del patrimonio, el factor de identidad, diferenciación y proyección.

Hay diferencias inmensas en la riqueza, variedad, pervivencia, accesibilidad de ese patrimonio que son las Letras. Algunos países han creado, a lo largo de siglos o de milenios, maravillosos conjuntos que son el núcleo de la realidad de fracciones humanas, a veces comunicables a otras, en principio ajenas. Grecia y Roma son los ejemplos máximos de patrimonios "comunicables", que han llegado a ser ingredientes de porciones inmensas de la humanidad, aunque sería falso creer que se extiende a su totalidad.

Pero hay un aspecto que hay que tener presente, junto a la existencia y riqueza de los patrimonios: su posesión. Es evidente que las Letras españolas, desde la Edad Media hasta hoy, significan uno de los tres o cuatro mayores repertorios que nos muestra la historia. Se trata de la mayor riqueza de que disponen los españoles -en el último medio milenio, también de los hispanoamericanos-. La rica literatura medieval en verso y prosa, desde el Poema del Cid, los cantares de gesta, el Romancero, y todo escrito hasta el siglo XV, en una lengua inteligible para el hombre actual -las coplas de Jorge Manrique podrían publicarse en un periódico de este año 2000 y serían comprensibles por todos-; todo el Renacimiento, el llamado Siglo de Oro, que fueron dos, con riqueza inagotable y multitud de cimas; el siglo XVIII, cuya exploración descubre insospechadas riquezas, el Romanticismo, el siglo XIX, tan variado y próximo; la creación asombrosa del siglo en que todavía estamos.

El problema es la superabundancia, la dificultad de enumerar toda esa creación, de tener noticia nominal de ella. ¿Y poseerla? Éste es el reverso de nuestra riqueza: la escasez de esa posesión. La inmensa mayoría de los que podrían -pueden- gozar de todo eso lo desconocen casi enteramente. Incluso entre los que por su formación y supuesta vocación deberían ser dueños de todo eso, apenas conocen una pequeña parte. Y todavía más: no lo frecuentan, no lo gozan, a veces lo desdeñan o fingen desdeñarlo para justificar su abandono.

Sería ilusorio pensar que españoles e hispanoamericanos tomen posesión de todo lo que es "suyo". No hay tiempo para ello, ni atención, ni los estímulos necesarios. Pero sería posible saber que todo eso "está ahí", es accesible, está a disposición de quien quiera adueñarse de ello.

Bastaría con leer las "muestras" necesarias. En algunos casos bastaría con unos cuantos poemas de Garcilaso, Fray Luis, Lope, Góngora, Quevedo; con una comedia de Lope, Calderón; con un capítulo del "Quijote" o una novela ejemplar; con una página de Santa Teresa; unas "Rimas" de Bécquer son suficientes, una novela de Valera o Galdós; "El sombrero de tres picos", de Pedro Antonio de Alarcón.

Basta con "probar" a Unamuno, Machado, Valle-Inclán, Azorín, Ortega, Juan Ramón y los más cercanos, para estar salvado. Lo demás vendrá por añadidura. Y la otra parte es la de los autores de América. ¿Será posible que muchos españoles no lean a Rubén Darío y a veinte de sus continuadores? Lo que me preocupa es si los leen los hispanoamericanos, o los van olvidando apenas mueren y dejan de hablar de ellos los críticos. ¡Qué país, qué conjunto de países si se atrevieran a ser lo que verdaderamente son! (

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