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Setenta años

"El hecho de las aglomeraciones, del "lleno". Las ciudades están llenas de gente. Las casas, llenas de inquilinos. Los hoteles; llenos de huéspedes. Los trenes, llenos de viajeros. Los cafés, llenos de consumidores. Los paseos, llenos de transeúntes. Las salas de los médicos famosos, llenas de enfermos. Los espectáculos, como no sean muy extemporáneos, llenos de espectadores. Las playas, llenas de bañistas. Lo que antes no solía ser problema, empieza a serlo casi de continuo: encontrar sitio". Nada más actual que estas líneas, que parecen recién escritas y que se publican constantemente en parecidos términos. Pertenecen al primer capítulo de "La rebelión de las masas", el más famoso libro de Ortega, publicado en 1930, hace exactamente setenta años. ¿Será posible?

Nuestros recuerdos nos hacen evocar el mundo de entonces como "casi vacío" por comparación con el actual; y sin embargo, Ortega lo vio "lleno", y ésta fue lo que podríamos llamar la clave visual del libro entero, que era no sólo el diagnóstico de nuestra época, la que empezaba, sino el comienzo de una interpretación de la vida humana, la más profunda fecundación de la filosofía del siglo XX.

He escrito unas mil quinientas páginas sobre Ortega, con el propósito de "completarlo consigo mismo y darle sus propias posibilidades". Sobre "La rebelión de las masas" hay análisis de "Las trayectorias" y dos introducciones a diversas ediciones, desde perspectivas muy distintas, una de ellas la visión del libro como estrictamente filosófica, como el postulado de lo que había de ser la innovación capital de su autor.

El último capítulo, "Se desemboca en la verdadera cuestión" -signo del destino de los libros de Ortega: quedar inconclusos-, termina con estas palabras: "Mas esa gran cuestión tiene que permanecer fuera de estas páginas porque es excesiva. Obligaría a desarrollar con plenitud la doctrina sobre la vida humana que, como un contrapunto, queda entrelazada, insinuada, musitada en ellas. Tal vez pronto pueda ser gritada".

Al año siguiente se proclamó la República, se inició una áspera transformación de España, a la que Ortega no fue ajeno, primero desde el entusiasmo, pronto desde la preocupación y la decepción. Un año después conocí a Ortega en su cátedra de Metafísica y comenzó una relación intelectual y personal que había de prolongarse hasta su muerte en 1955, y en otra forma hasta hoy. El curso de la historia explica muchas cosas; entre ellas, que esa doctrina filosófica no pudiera ser formulada plenamente, "gritada", durante tantos años, y nunca del todo. Lo más interesante ha sido su asombrosa fecundidad, rara vez reconocida, aprovechada, prolongada. Me he pasado la vida mostrándola, ante la indiferencia o la negación suicida de los que han preferido "no enterarse", aunque fuera a costa de su propia realidad.

Si se mira el panorama intelectual de este final de siglo, asombra lo que se ha perdido, lo que se ha desconocido, en gran parte por la intervención de muy bajas pasiones.

La tesis capital de "La rebelión de las masas" no es lo que aviesamente se ha querido ver, una hostilidad a las masas. La sociedad consiste en eso: las masas humanas, y Ortega veía en su triunfo el gran título de honor del siglo. Le preocupaba que este hecho inmenso y positivo estuviese acompañado por una dolencia social: la aparición del "hombre-masa" que, mientras pertenece a ella, se comporta como si fuese miembro de la "minoría selecta" o rectora, que no es una clase social, ni siquiera un grupo social, sino una función transitoria, debida a la capacidad ocasional de ejercer una función orientadora para reintegrarse al punto a la masa a la que se pertenece. El gran hecho histórico aparecía acompañado de una enfermedad que amenazaba invalidarlo.

El diagnóstico de Ortega, el núcleo de su preocupación, era que "Europa se ha quedado sin moral". No es que una moral nueva luchara con otra vieja, sino que se negaba toda moral, se afirmaban todos los derechos sin limitación, sin ningún deber, ninguna norma, ningún reconocimiento a ninguna excelencia. Ésta era la gran amenaza.

No se olvide que en este libro se declaraba la insuficiencia de las naciones europeas, la necesidad de su unión, más allá de su ya vieja unidad: la fundación de los Estados Unidos de Europa. Lo que ocurrió fue la gran perturbación española, que culminó en la discordia y la demencial guerra civil de 1936. El entusiasmo de grandes minorías europeas por dos formas regresivas de totalitarismo, el comunismo y el fascismo, especialmente en su forma extremada y destructora, el nacionalsocialismo alemán. Finalmente, en 1939, las naciones de Europa, en vez de unirse, prefirieron destruirse en la máxima guerra de toda la historia.

Uno piensa cuál podría haber sido la historia de Europa -y entonces era condicionante de la del mundo entero- si se hubiese leído eficazmente "La rebelión de las masas". Hay que decir que este libro fue enormemente leído en español y en casi todas las lenguas importantes, sobre todo en alemán -en vida de Ortega se habían rebasado los 300.000 ejemplares-. Pero este libro se había leído mal. Por la deformación política, por el afán de encontrar en él lo que se deseaba o lo que se temía. Y, lo que a la larga fue más grave: por insuficiencia intelectual, por incomprensión de la gran innovación filosófica de Ortega.

Todavía hoy, cuarenta y cinco años después de su muerte, se cuentan con los dedos los que poseen la herencia intelectual de Ortega, no digamos los que la han hecho germinar, desarrollarse, ir más allá de su realización originaria. Este extraño "retraso" puede parecer desalentador. Es un error de perspectiva. Ante todo, hay que hacer el balance actual de lo que el pensamiento orteguiano ha resultado. Pero, sobre todo, hay que examinar el proceso de la vigencia intelectual a lo largo de la historia. Véase cuándo la han alcanzado los mayores descubrimientos que se han ido haciendo a lo largo de los siglos. Ortega es todavía el presente. Ese puesto desvaído y "menor" que se atribuye desde su proximidad institucional es un fenómeno pasajero y deleznable. Ahí está la ingente obra de Ortega, con su fantástico atractivo, con su originalidad y rigor. Los que prefieren ser "preorteguianos", son muy dueños de aceptar su limitación, de ser antepasados de sí mismos.

Cabe una ambición mayor: la de ser "uno mismo", a la altura del tiempo, en posesión de los recursos de que se dispone. Bastaría con leer atentamente y con decencia "La rebelión de las masas" para iniciar, al cabo de setenta años, el camino de cada uno de nosotros ¿hacia Ortega? No más bien hacia sí mismo. Porque en este fin de siglo, sin Ortega se es esencialmente incompleto. No digamos lo que podría ser la avanzada del siglo XXI: los que hablamos español.

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