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Acción directa
Durante una enorme parte de la historia, los poderes establecidos, por diversos caminos, se han ejercido de manera ilimitada y sin otra restricción que sus posibilidades, es decir, su eficacia. Esta ha sido la causa principal de la escasez de libertad en el mundo. Esta situación se invertía en algunas ocasiones: las crisis de esos poderes, sus luchas internas, la exasperación de las mayorías, llevaban a situaciones de anarquía, tumulto o revolución. La consecuencia era la desaparición de toda ordenación racional y la destrucción, por motivos opuestos, de la libertad. Diversas formas de opresión han jalonado largas porciones de la historia.
Han existido, en varias formas, periodos considerables en los que, en ciertos países, la convivencia ha sido bastante razonable, sometida a normas de moderación y que han dejado margen para la libertad. Sería apasionante un balance veraz de estas situaciones y de sus consecuencias.
En los últimos tiempos, después de haber experimentado los mayores abusos de poder de la historia entera, culminantes en las varias formas de totalitarismo, se ha llegado a un estado aceptable, casi satisfactorio, en ciertas porciones del mundo, especialmente -con algunas excepciones- en Europa, y -con más excepciones, en América. Hay continentes enteros en que nada de esto ha existido salvo en circunstancias muy particulares y poco duraderas.
En aquella porción de humanidad que parece más afortunada existe lo que se llama, con cierto énfasis retórico, Estado de Derecho. Existen leyes, procedentes en su mayoría de potestades legítimas, tomadas en virtud de acuerdos mayoritarios aunque no unánimes. Se mantienen derechos múltiples: de expresión, de discusión, de discrepancia, de iniciativas. Hay medios legales para disentir, hacer valer otras opiniones que las dominantes, y en muchos casos conseguir su triunfo, sin violencia ni coacción.
Advierto una tendencia extremadamente peligrosa, bien visible en España, pero que se extiende por gran parte de Europa y más allá: la tentación de lo que se llamó muchos años "acción directa", expresión menos usada, pero cuya realidad reverdece. En un momento en que los poderes del Estado se ejercen con moderación, casi con timidez, en que se ponen limitaciones que pueden disminuir su eficacia, surgen actitudes opuestas, caracterizadas por la intemperancia, la falta de moderación, el desdén por la justificación y las razones, la coacción moral, las presiones del número o de los recursos, sin excluir la violencia, que puede ser extremada, como en el caso del terrorismo.
A veces se trata de fracciones de una sociedad, de la actitud disidente de una porción de ella. En otros casos se trata de un grupo social, una profesión, una alianza de intereses, una ideología, casi siempre enmascarada. Se usa la fuerza -del tipo que sea- para conseguir determinados fines. No se trata de convencer, de aducir razones, sino de imponer al conjunto de la sociedad los intereses, las opiniones o las manías de una minoría. He hablado hace tiempo de la opresión de las mayorías por las minorías, y esto se está intensificando de manera alarmante.
Esta es la forma actual de la "acción directa", que en otros tiempos solía carecer del refuerzo de las dos grandes potencias recientes: la organización y la resonancia que proporcionan los medios de comunicación.
Esto último es particularmente visible: compárense dos periódicos o dos canales de televisión. Lo que pasa por "información", las "noticias", no difieren excesivamente, salvo en un punto decisivo; la selección. En algunos casos, todo es negativo, penoso, lamentable; en el otro, esto aparece dosificado, mezclando elementos que no son forzosamente desastres, que dejan algún lugar a la esperanza. Por otra parte, el tratamiento de esa información es diferente, con diversas combinaciones de fruición, complacencia, seguridad o dudas.
Se trata de conseguir ciertos efectos, y el primero de ellos provocar un estado de ánimo, una visión de la realidad, una expectativa, la posibilidad de unos u otros proyectos.
La víctima inmediata de la actitud que está germinando y se va difundiendo es precisamente el Estado de Derecho, conquista difícil y evidentemente preciosa, uno de los signos inequívocos de civilización. Nada más regresivo o reaccionario que esa actitud, sea cualquiera su disfraz. En lugar de examinar las cosas, aducir razones, ceder en lo posible y justo, aceptar puntos de vista ajenos y acaso compartirlos, se usa la fuerza, la supresión de las libertades ajenas, la autoridad, la legitimidad de los poderes legítimos, sustituidos por la arbitrariedad y la decisión de utilizar todos los recursos disponibles. Por esto esta actitud desemboca casi necesariamente en la violencia activa, en la destrucción.
Todo eso está cuidadosamente organizado, proyectado, llevado a cabo. A veces requiere mucho tiempo; lejos de ser una explosión súbita, requiere una preparación minuciosa, de meses o años, una dirección meticulosa y -no lo olvidemos- una cuantiosa financiación. Ante estos fenómenos hay que preguntarse quién los dirige y quién los paga. Se ha visto cómo millares -muchos millares- de personas de diversos países se trasladan con admirable puntualidad de un continente a otro, para entregarse a la coacción organizada y la destrucción de lo que está a su alcance. Si se calcula el costo de tales operaciones se llega a cifras asombrosas, cuyo origen probablemente iluminaría su sentido.
Lo curioso es que los llamados "periodistas investigativos", dedicados a husmear en la intimidad de personas notorias, no muestran el menor interés por descubrir lo que significan fenómenos de largo alcance. Y hay un peligro más, acaso el mayor de todos. El poder de los Estados, a la larga, es incontenible. Siempre que se ha ejercido sin limitaciones ha desembocado en la opresión y la tiranía. El siglo XX ha alcanzado los máximos de la historia. Ya que, por fortuna, en gran parte del mundo ese poder es hoy, a la vez, legítimo y moderado, flexible y razonable, hay un riesgo aterrador de despertar sus viejos usos, la "afición" que parece haber superado. Si la "acción directa" la ejercen los Estados -quedan algunos ejemplos, hasta en Europa-, en lugar de los que no pasan de aficionados, podemos despedirnos de la libertad y de la convivencia civilizada.
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