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El contenido de la realidad

Hay dos actitudes profundas que condicionan la visión de la realidad. No siempre se justifican, no responden con rigor a las interpretaciones de ella; más bien responden a la complacencia habitual en la realidad, que lleva a afirmarla, subrayarla, intensificarla. Hay personas que tienen preferencia por las realidades enérgicas, acusadas, inequívocas, mientras que a veces se prefieren las indecisas y desvaídas. La visión del mundo depende en buena medida de esta actitud. Está compuesto por varias realidades, cuyas diferencias se acusan con mayor o menor energía. Dentro de un grupo humano hay fracciones de humanidad cuyas diferencias constan con especial energía, que a veces llevan a conflictos y enfrentamientos; en otros casos las diferencias quedan atenuadas, lo que cuenta es la semejanza, la afinidad.

Se puede tener la impresión de que esto favorece la convivencia, la concordia, la ausencia de fricciones y dificultades; y así es, pero se pierde de vista el relieve de la realidad, la energía de las diferencias, la variedad y riqueza. La acentuación de las diferencias y contrastes, a pesar de sus inconvenientes, asegura una intensidad superior.

Estas dos actitudes, por ser muy elementales, son particularmente profundas y tienen graves consecuencias. Dentro de ciertos límites, estas diferencias no son muy perceptibles y se pueden pasar por alto, pero hay un punto en que se convierten en algo primario y decisivo. Baste considerar lo que afecta a las unidades de la convivencia humana. Lo que podemos llamar, con un concepto vago, pero cuya vaguedad es decisiva, los diversos "pueblos", se presentan, no ya con extremada variedad, sino con grandes diferencias de relieve. La historia está surcada por rivalidades entre "pueblos" que se han enfrentado tenazmente a lo largo de siglos, mientras en otras ocasiones han convivido apaciblemente y sin particular conciencia de diferencias. Intensidad y conflicto han solido coincidir y han condicionado lo más profundo de la historia. Y se puede observar la tendencia dominante.

Dentro de una comunidad humana, una unidad de convivencia en la que coexisten fracciones diferenciadas, puede haber un predominio de la semejanza, una impresión de relativa homogeneidad, o una marcada rivalidad y oposición. Puede ser una oposición "creadora", un estímulo de la vitalidad, cuya ausencia será algo negativo; si eso se pone en primer plano, llega a ser un obstáculo decisivo, un estorbo para la convivencia. Lo que en cierto grado es un impulso positivo, un estímulo o acicate de la vitalidad, engendra una parálisis.

La convivencia demasiado fácil y holgada, sin grandes tensiones, sin lo que podría llamarse "diferencias de potencial", engendra monotonía, excesiva homogeneidad, falta de diversidad, ausencia de esa pluralidad de formas de instalación que son las verdaderamente creadoras. Las actitudes que hoy suelen llamarse "nacionalistas" por haber afectado primariamente esa actitud a las naciones, a pesar de que la nación ha sido una forma de sociedad relativamente infrecuente y reciente, que no ha existido en la mayor parte de la historia, han sido origen de innumerables formas de diversidad, oposición y conflicto. Mientras que la tendencia a la convivencia y la homogeneidad han sido el origen de la formación de grandes unidades humanas, de verdaderos "pueblos".

Quiero decir que las consecuencias de esas actitudes básicas y elementales pueden ser contrarias a lo que en principio buscan, a lo que se proponen. Del mismo modo, la enérgica afirmación de una diferencia, de una peculiaridad, rasgo habitual de todos los nacionalismos, lleva, lejos de la intensificación de esa particular manera de ser, de lo que se podría llamar, en lenguaje actual, "imperialismo", al aislamiento, a la retracción, a la fragmentación. Tal vez tras una breve fase transitoria, a la larga las actitudes "nacionalistas" llevan a la limitación y la retracción por oposición a la formación de los grandes pueblos que han ido ocupando el centro de la historia.

Estoy tratando de rectificar ciertas nociones muy difundidas, que han circulado sin crítica, sin que casi nadie se tome la molestia de pensar un rato sobre ellas. La historia de Europa en el siglo XX, que tenemos bien cerca y es elocuente, nos llevaría a rectificar sustancialmente muchas interpretaciones que se admiten a pesar de que la experiencia las desmiente. Los ejemplos de Alemania y el Japón son bien elocuentes; y se ocurre la posibilidad de lanzar una mirada al porvenir: ¿cuáles son las actitudes actuales que tienen "aire de familia" con las que ocuparon los años centrales de nuestro siglo? ¿Qué se puede prever de las que muestran algún mimetismo, probablemente engañoso? Una consideración histórica fundada en el análisis del pasado reciente -y todavía más los más remotos- nos haría ver con más claridad el conjunto de la historia.

Creo que la visión histórica de la época moderna -desde que se renunció a tener presentes los ejemplos de la antigüedad- ha llevado a una afección que podría llamarse miopía histórica. A pesar del relieve y la importancia que tiene actualmente el Islam, no tengo la impresión de que se recurra a su historia para intentar comprender cuál puede ser su destino y su verdadera importancia.

La perspectiva desde la que están escritas estas líneas no tiene mucho que ver con lo que suele opinarse. Al tender la mirada sobre el presente, lo que se refleja en la Prensa y, sobre todo, en la televisión, no he podido renunciar a lo que se sabe porque ha acontecido, acaso hace mucho tiempo pero -no se olvida- durante largo tiempo.

¿Por qué renunciar a lo que se sabe, o al menos se puede saber, aunque no esté de moda? La lectura de los clásicos, griegos y romanos, enseñó muchas cosas a nuestros antepasados. Hacemos bien en ver la televisión. Pero quizá no sería enteramente inútil preguntarse adónde nos lleva, cómo nos hace ver las cosas, con una óptica excesivamente distinta de la que nos proporcionaban Polibio o Tito Livio. ¿No valdría la pena combinar ambas cosas, aprovechando la maravillosa posibilidad de recurrir a ambas? Cuando se trata de entender, y en ello nos va acaso la vida, parece prudente no renunciar a ningún recurso. Tengo la impresión de que el hombre de este final del siglo XX no aprovecha todo lo que el hacer nacido ahora le proporciona, y que no poseyeron los hombres de otros tiempos.

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