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De dentro a fuera

Los asuntos públicos en España van bastante bien en los últimos años, no sin que se sienta alguna sorpresa, por dos razones: una, la frecuencia con que no han ido satisfactoriamente, en ocasiones resueltamente mal; la otra, la casi permanente propensión a encontrar -o al menos decir- que "lo peor es cierto". En la mayoría de los medios de comunicación esto tiene plena vigencia, y sus consecuencias son mucho más graves de lo que se admite.

A pesar de que la realidad es bastante favorable, y puede esperarse que siga mejorando, no se me oculta que está apareciendo un incipiente estado de desconfianza o desánimo, cuya justificación no parece clara. Como me gusta entender las cosas y no contentarme con las apariencias, llevo algún tiempo preguntándome por este hecho inquietante.

No faltan dificultades, problemas y peligros; uno, gravísimo, el terrorismo, más generalizado de lo que se piensa, pero aquí es donde concretamente nos duele. Los demás son ampliamente compartidos, y entre nosotros en grado soportable. ¿Por qué esa impresión de que los remedios son insuficiente o inadecuados? De mis remotísimos tiempos de estudiante de física, hace ya tres cuartos de siglo, recuerdo un importante concepto de mecánica: el "punto de aplicación" de las fuerzas.

Hay conciencia, con frecuencia exagerada, de los males, pero los remedios suelen ser poco eficaces. Cada vez que se cometen asesinatos, se hacen protestas, manifestaciones, condenaciones, lo cual puede estar bien y ser encomiable, pero su eficacia está lejos de ser evidente. Esto responde a una actitud que se ha difundido enormemente, impulsada por la publicidad, cuyo influjo es enorme y creciente. Se advierte que hay graves defectos sociales, muchos de ellos estrictamente morales, pero se los examina, analiza e intenta superar "de fuera a dentro". Casi sin excepción, se rehuye buscar el origen, el lugar en que brotan y se engendran, donde podrían acaso tener remedio. De ello se aparta usualmente la vista, por temor a descubrir las verdaderas causas, o a molestar a los que participan de ellas. Unamuno habló muchas veces de la técnica de los teros, esa ave argentina, para ocultar sus niditos, "que en un lado pegan los gritos y en otro ponen los huevos".

Muchas conductas indebidas, inconvenientes, dañosas, resueltamente inmorales, se deben a una pérdida de la moralidad; de esto rara vez se habla, por temor a enfrentarse con la verdadera cuestión y solidarizarse con principios que son combatidos y a los que se extiende el descrédito o el desprecio. Habría que hacer un recuento de las actitudes estimadas por la mayoría de la opinión pero que son constante objeto de escarnio por grupos sociales que cuentan muy poco, que por supuesto no merecen ser estimados, pero que imponen sus criterios.

De dentro a fuera hay que proceder si se quiere lograr alguna eficacia. Hay que actuar sobre al realidad de las personas, sobre su inteligencia, su capacidad de razonar, su ignorancia, que suele ser inmensa pero superable, su sentido moral, probablemente amortecido o anestesiado por la propaganda. Desde ese "punto de aplicación" se puede obrar sobre la realidad de cada persona, llevarla a descubrirse a sí misma, a rectificar, a vivir desde sí misma y no desde lo que le dicen, con los inmensos recursos de nuestro tiempo, que es la era de la manipulación en un grado que no había existido nunca.

Esta posibilidad puede ejercerse en sentido aceptable, plausible. Se organizan acciones multitudinarias, en las que participan millares, acaso cientos de millares de personas, y que "no están mal", que son difícilmente objetables, que gozan del apoyo de las multitudes. Cabe preguntarse si sirven de mucho, al menos de algo; si no son más bien un modo de diversión, de "anestesia" de la sensibilidad o de la conciencia -intelectual o moral-.

Tengo sensibilidad particular para la verdad, y por tanto una invencible repugnancia a la mentira que me acompaña y condiciona desde la primera infancia. El error me parece respetable, porque es difícil de evitar; la mentira me inspira una repugnancia ilimitada. Con ella hay que ser implacable, porque es voluntaria, responsable, y se propaga de un modo funesto. Creo que la mentira es la causa principal de que tantas cosas vayan mal, el origen de casi todo lo que estorba y entorpece la vida, el gran contaminador. El carácter intelectual de la mentira es lo más peligroso, porque condiciona la visión y la interpretación del conjunto de lo real.

Esto es lo decisivo, el verdadero punto de partida de las actuaciones adecuadas. Esa estructura de lo real, viciada por el error y más por la mentira, es la clave de las conductas, de la posibilidad de acierto o desacierto. Cuando se piensa en lo que los diferentes individuos o grupos "hacen", se olvida los que son todavía más importantes: los que "lo hacen posible". Sobre eso se pasa por alto, pero de ello depende lo que es más visible y sensible. Frente a los más desastrosos resultados, se olvida lo que está en su raíz. Hay que negarse a toda relación con lo que es causa de lo que nos hiere, oprime o destruye. Ese debería ser el auténtico "punto de aplicación". En mi modesta vida privada, de escaso alcance y menos consecuencias, he evitado siempre toda conexión, participación o apoyo con lo que me ha parecido indeseable. Mi vida ha sido una larga serie de actos de distanciamiento, abandono o ruptura de lo que ha resultado indeseable. He dejado súbitamente de colaborar en publicaciones que han pasado a lo que me parecía malas manos o malos propósitos; he abandonado lo que ha sido en algún sentido mi hogar intelectual durante la mayor parte de mi vida, cuando se ha producido un cambio de orientación que me parecía destructor, infiel a lo que he encontrado valioso. Muchas veces, con graves consecuencias para mi conveniencia personal, tal vez permanentes, para el resto de mi vida. Recuerdo esto porque es fácilmente comprobable, a pesar de su mínima importancia.

Lo que pido es que esta norma se aplique a las cosas que verdaderamente cuentan. La fórmula podría ser evitar las complicidades con las causas de los males visibles, manifiestos, con sus verdaderos y decisivos orígenes.

El aislamiento de las causas, el vacío social y, sobre todo, personal a esos orígenes es lo único que puede eliminar las consecuencias. Y no vale escudarse en la escasez de la importancia que tiene cada uno de nosotros. Estoy persuadido de que la mía es mínima, casi nula. Pero desde mi juventud he dicho que, si tuviese un escudo y en él una divisa, sería, con letra pequeña, esta: "Por mí que no quede."

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