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Palabras peligrosas

La lengua española es excepcionalmente rica y tolera multitud de matices. El que la habla, no digamos el escritor, puede decir lo que quiere con enorme precisión y finura. Además, la lengua se realiza en multitud de registros, cada uno de los cuales lleva consigo una tonalidad y una pauta de interpretación del sentido.

Se renuncia a veces a esas posibilidades y se produce un empobrecimiento innecesario. Casi siempre es arbitrario y suele obedecer a la imitación, a la moda, a la pereza, a veces a malas pasiones. En los periódicos es muy frecuente la renuncia a una variedad de palabras que hacen posible una elocución rigurosa, precisa, sabrosa, para limitarse a un repertorio sumamente angosto de palabras. El conjunto de voces que indican petición es muy amplio. Se propone, se sugiere, se ruega, se solicita. Lo frecuente ahora es que se exija. Exigir es un verbo imperativo, casi siempre adusto, con frecuencia despectivo, muchas veces imposible. Son innumerables las cosas que no se pueden exigir, y todavía más las que no se deben exigir. La primera vez que llegué a la Argentina acababa de morir Eva Perón, la mujer del que gobernaba el país. Un sacerdote muy conocido, capellán de la dama, dijo en una alocución: "Exigimos a Dios la salud de la Señora de Perón." Como era de temer, murió poco después. Se me ocurrió que acaso el uso argentino de la palabra exigir no era exactamente el español. Pregunté y me dijeron que era absolutamente igual. Su uso en aquel contexto era totalmente inadecuado; el verbo exigir no era aplicable.

Lo más inquietante es que ese verbo introduce en la lengua, muy especialmente en la política, un tono de desabrimiento; significa una perturbación de la convivencia, de la cordialidad, incluso de la buena educación. Todo el que propone o reclama algo, o tiene una iniciativa, exige. Lo hacen tantas veces los partidos políticos, los sindicatos, las corporaciones, hasta los individuos. Creo que es un error, un atentado a la convivencia y a las buenas maneras. Elimina la distinción entre lo que, raras veces, se puede exigir y la manera normal, cortés, incluso amistosa de tratar los asuntos. Si se hiciera un recuento de las veces en que esa palabra se emplea inadecuadamente, se podría medir el daño que con ello se causa a la lengua y a la convivencia.

Efectos análogos tiene otra palabra de uso frecuentísimo en los últimos tiempos. Es necesario, por supuesto, lícito, admisible, el discrepar. No es necesario estar siempre de acuerdo con lo que los demás dicen, proponen. Esto se puede hacer con cortesía, con buen humor, con argumentos, y sobre todo, con razones. Lo que se lee a cada paso es que alguien arremete contra alguien, contra sus opiniones o palabras. Arremeter es una palabra asperísima, violenta, agresiva. Puede uno pasarse la vida discrepando, distinguiendo, diciendo cosas diferentes, tal vez originales, sin arremeter contra nada y contra nadie. Es una operación que se debe reservar para lo inaceptable, agresivo, dañino, que pone en peligro la integridad de alguien o la convivencia pacífica. De todo lo demás se puede discrepar, se puede disentir, se puede corregir; por supuesto, se puede marcar una diferencia, tal vez profunda; en principio no hay por qué arremeter.

Esta tendencia reciente, que por falta de imaginación y de dominio del lenguaje se va difundiendo de una manera inquietante, me parece peligrosa. Lo que podría ser un uso casual, infrecuente, al cual se recurriría alguna vez por contagio o por inercia, se puede convertir en un uso. Un uso lingüístico, ciertamente, pero esto tiene mucha más importancia de la que se piensa; comunica una tonalidad determinada a lo que se escribe; hace que esto sea leído en un temple agrio, sin matices, que envuelve siempre una simplificación, que lleva consigo una tendencia a la tosquedad. Imagínese la variedad de matices que encierran las palabras antes nombradas: proponer, indicar, sugerir, solicitar, pedir. Todo eso queda sustituido por el áspero, elemental, tosco, probablemente hostil verbo exigir.

Depende de la frecuencia del uso; no se trata de eliminar el necesario y útil verbo exigir del diccionario; sí de restringir su uso lo más posible, de reducirlo a sus acepciones legítimas, de sustituirlo por otro verbo siempre que sea posible. En ello va la tonalidad general de lo que se escribe, y, por consiguiente, de la convivencia, del trato entre personas. La cortesía es uno de los ingredientes capitales de la civilización. Las grandes culturas creadoras se han caracterizado siempre por el predominio de la cortesía, por el intento de evitar la aspereza, la agresividad, la zafiedad, la grosería. Cuando estas normas se cumplen, los hombres conviven apaciblemente con un mínimo de roces. Esto no quiere decir la ausencia de energía, de precisión, de claridad. Las palabras agresivas, por consistir en simplificaciones toscas, carecen casi siempre de claridad y en el fondo de energía, sustituida por la imprecisión, la violencia, la confusión.

Vemos que lo que parece una tendencia casi inocente, una mera vaguedad o inercia expresiva, un abandono de la tensión lingüística en que consiste el hablar y escribir bien, con dominio y rigor, puede ser un peligro, una amenaza a la serenidad, la apacibilidad, la probabilidad de entenderse. A lo largo de la historia ha habido épocas y pueblos caracterizados por las buenas maneras, por la limitación de la aspereza, de la inexactitud que sustituye la expresión justa y bella por otra torpe, imprecisa, que no quiere decir casi nada, solamente un gesto agrio, áspero, desdeñoso, una falta de respeto a aquel a quien se habla o de quien se está hablando y de paso a las maravillosas posibilidades de la lengua.

Casi nada es indiferente. Muchas cosas que parecen inofensivas y sin importancia encierran riesgos que pueden llevar muy lejos. Sería interesante indagar cuáles han sido las causas reales de los grandes errores, incluso de los desastres de la humanidad. Algunos se han ido gestando durante largo tiempo sin que nadie se sienta alarmado hasta que se han generalizado vicios de conducta o de palabra que han terminado por alterar el clima de una sociedad, los supuestos del trato, los que han engendrado hostilidad, incluso enemistad entre personas que se han ido apartando entre sí hasta llegar a la extrema violencia. Conviene advertir el peligro que encierran palabras que se usan sin reparar en lo que llevan dentro y, menos aún, adónde pueden llevar.

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