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Variedades del silencio
Hace bastante tiempo escribí un artículo titulado "Acoso postal". Me refería al hecho de que se recibe usualmente un número excesivo, que puede ser abrumador, de cartas y todo género de envíos postales. Cartas, invitaciones para todo género de acontecimientos o reuniones, publicidad, impresos de vario género, manuscritos, etcétera. La operación de abrir y examinar ese correo, cuyo destino mayoritario es la cesta de los papeles, reclama mucho tiempo y bastante esfuerzo, ya que casi todos los envíos llegan "blindados". Desde que escribí aquel artículo, ese acoso se ha multiplicado por un número que todavía es de una sola cifra, pero nunca se sabe. El asunto se puede ver desde una perspectiva ligeramente distinta: la imposibilidad de contestar a ese inmenso correo. Ahora se encuentra uno responsable de silencios que pueden ser penosos, incluso culpables. Esta preocupación me ha hecho pensar que los silencios no son homogéneos, sino que hay que distinguir en ellos ciertas variedades. El más considerable no plantea problemas mayores: se trata de aquel que, después de abierto y examinado mediante una simple inspección, se desecha sin el menor remordimiento. Anuncios de varia índole, invitaciones a innumerables actos que no interesan nada, a participar en reuniones, asambleas, congresos, todo eso no plantea ningún problema: su trivialidad exime de toda duda y, por supuesto, de toda preocupación.
Otra porción del correo obliga a algún momento de reflexión: la participación de algunas personas o alguna institución que merecen estimación y respeto hacen que haya que pensar, al menos un momento, en los motivos para reaccionar positivamente a algunas solicitaciones.
Ciertos envíos incitan vivamente a su rechazo; y digo rechazo porque forman lo que llamaría "correo abusivo". Incluyo en él los escritos impertinentes, procedentes de personas que se creen autorizadas a hacer consultas, a pedir opiniones sobre asuntos que nada tienen que ver con el destinatario, y sobre los cuales no suele tener ninguna competencia. Por supuesto, ninguna obligación de opinar. Estas pretensiones significan una invasión del tiempo, de la capacidad de atención y del esfuerzo que requiere el reaccionar.
Añádase un capítulo extremadamente importante: la inclusión de escritos del remitente, a veces impresos, la mayor parte inéditos, ajenos a toda competencia, no digamos obligación, del que los recibe. Añádase todavía el frecuente envío de textos ajenos, artículos, ensayos o libros, ante los cuales no sabe qué hacer el que se encuentra inesperada e involuntariamente con ellos.
Pero al lado de este correo, inoportuno, impertinente, en ocasiones abusivo, hay otro conmovedor que inspira gratitud. Se reciben cartas personales, casi siempre breves, que no invaden el tiempo siempre escaso, que no reclaman particular atención, escritas usualmente con deferencia, con modestia, en que se adivina una resistencia que el autor ha tenido que vencer. Muchas veces descubren una larga relación del autor con el destinatario, de lecturas, tal vez audición de conferencias o cursos, reflexiones, reparos latentes, incluso anticipaciones o esperanzas. Se advierte una relación hasta aquel momento unilateral, en una sola dirección, que puede ser antigua, quizá con diversas fases de desconfianza, decepciones, reconciliaciones, formación de una opinión fluctuante, tal vez puesta en claro al final. Estas cartas permiten penetrar en otras vidas, seguir trayectorias ajenas que pueden ser apasionantes, que merecerían ser exploradas y retenidas. Significan un enriquecimiento considerable, la posibilidad de contrastar lo que uno ha dicho o escrito con reacciones inmediatas, espontáneas, de personas que pueden ser muy diferentes. Hombres, mujeres, viejos y jóvenes, hasta una niña de nueve años que, con sorprendente iniciativa, me escribió hace largo tiempo.
Estas cartas son enormemente interesantes; son uno de los premios más valiosos para el que escribe; representan la voz expresa, personal, de eso que se llama colectivamente el público. Son la voz articulada de una muestra de los lectores u oyentes, seleccionada por ellos mismos. Ante esas cartas siento emoción, agradecimiento, la impresión de que algunos me están devolviendo lo que he intentado darles. Por supuesto, siento el vivo deseo de responder. Los quehaceres apremiantes hacen que se retrase algunos días esta respuesta; lo malo es que en esos días el correo se sigue acumulando; si se ha dejado pasar una semana, ya no hay remedio posible. Es quimérico el intentar "ponerse al día". Hay que renunciar. Esas cartas se quedan encima de la mesa como un reproche, como un remordimiento.
Van a formar parte de toda una serie de silencios. Estas líneas que estoy escribiendo ahora pretenden remediar en lo posible mi falta de respuesta. Los que han escrito esas cartas deben saber por lo menos que han llegado a mis manos, que me he enterado de ellas, que he intentado imaginar a sus autores, que no ha faltado mi respuesta silenciosa. Esto permite que mi aparente descortesía quede mitigada por su reconocimiento, que este tácito acuse de recibo compense lo que el exceso de acoso postal ha hecho imposible.
Sobre todo, esta breve reflexión me ha llevado a distinguir de silencios. Lo que aparentemente es negativo, no hacer algo, no decir nada, encubre una pluralidad de sentidos humanos, de actitudes personales. Algunos silencios parecen plenamente justificados; son lo merecido, lo adecuado; son la única respuesta a lo que en realidad son intromisiones en vidas ajenas. Otros son dolorosos, lamentables, justificados solamente por el apremio de los quehaceres, por la escasez del tiempo, por la necesidad de elegir entre las muchas cosas que habría que hacer. Tal vez esta reflexión puede llevar a algunos a refrenar un inmoderado afán de hacer cosas o de hacerse notar. También puede servir de consuelo a los que después de haber escrito, venciendo una resistencia interior, han sentido la decepción de esperar en vano unas líneas escritas. Pueden sentir que su esfuerzo no ha sido inútil ni ha caído en el vacío.
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