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Desprecio
Mi resistencia a despreciar a las personas es casi invencible. La razón más profunda es mi convicción del carácter "sacro" de toda vida humana. A esto se añade mi modesta experiencia personal, ya muy larga. Mi mundo próximo presenta un número muy grande de personas estimables, dignas, cuya convivencia es estimulante y alentadora. De ahí procede cierta dosis de optimismo que acompaña a mi visión del mundo y que me obliga a hacer ciertas rectificaciones cuando intento una visión englobadora y con alguna pretensión de universalidad. Siempre he creído que es difícil que una persona sea íntegramente despreciable, porque es decisiva la libertad, y los fallos, las caídas, las conductas indeseables son "revocables", tienen remedio. "Un punto de contrición da a un alma la salvación". Esto no es sólo un principio religioso, sino también antropológico, fundado en la irrenunciable condición libre del hombre.
Pero es indudable la frecuencia de las conductas que inspiran desprecio a toda conciencia que pretenda distinguir lo justo de lo injusto, lo verdadero de lo falso, lo justificable de lo que no se puede justificar. Los estímulos para este tipo de conductas son varios: por supuesto, la conveniencia, el interés económico, el afán de lucro, de beneficio económico, de riqueza, en suma. En el mundo actual esto es predominante. En España un poco menos que en otras sociedades. El interés económico, entre nosotros, cede a otros factores. El elogio, la notoriedad, la "fama", potenciada por una publicidad nunca antes conocida. Y algo más: la hostilidad al prójimo a quien se considera enemigo, contra el cual todo se cree permitido. Algunas frases atroces que forman parte del lenguaje son reveladoras: "al prójimo contra una esquina", como si no hubiera otro destino mejor. Me consoló un poco -solo un poco- el que Emilio García Gómez me explicara el origen árabe de ese atroz dicho incorporado a nuestra lengua: "quedarse tuerto por dejar ciego a otro".
Creo que esto aclara un poco lo que me parece la situación real: casi nadie es íntegramente despreciable; y aún esa condición es, al menos en principio, revocable y no definitiva. Pero hay indudablemente frecuentes conductas que podríamos llamar parcialmente despreciables, y sería un gravísimo error no reconocerlas y tomar ante ellas la actitud justa; otra cosa es un error intelectual y moral, y una complicidad.
Lo que hay que reconocer es que esas conductas son libremente adoptadas; son "consentidas"; es decir, forman parte de lo que se acepta y elige, de lo que se es responsable. Un hecho decisivo es que esos modos de actuar se expresan. El que obra de cierto modo lo manifiesta, lo formula, lo expresa, lo acuña en palabras. Si se tratara simplemente de hacer algo, sería más difícil de detectar. Un refrán español dice que "por la boca muere el pez". Las conductas humanas suelen ser expresadas, formuladas, para bien o para mal. De ahí su conexión esencial con las dos grandes posibilidades abiertas al hombre: la verdad y la mentira. Por esto es relativamente hacedera la condición de las conductas, de las versiones de las vidas humanas.
No es posible que no acompañe una estimación o valoración de lo que se hace porque suele ir acompañado de su interpretación intrínseca. Es importante el acierto en el juicio sobre las conductas ajenas, sin excluir las propias, que son también objeto de un examen atento, riguroso y que puede ser implacable. La vida humana es autojustificación; lo que se hace, se hace por algo y para algo, y si falta esa justificación, la conducta queda invalidada y resulta imposible la coherencia que sólo la veracidad permite.
Esto vincula estrechamente lo estimable o lo despreciable a la veracidad. La importancia que doy a la verdad, mi repulsión invencible a la falsedad, especialmente voluntaria, es decir, a la mentira, tienen ese fundamento. En él reside la clave de la valoración de lo humano. Por eso la tarea más apremiante y urgente en la convivencia es la distinción entre lo verdadero y lo falso, la necesidad imperiosa de tratar de mostrar, defender, justificar lo verdadero, la mostración en concreto de las falsedades. Permitir que se formulen, se repitan, se elogien, circulen, pasen por aceptables, es algo absolutamente destructor de la convivencia. Dejar pasar la mentira como algo admisible no sólo es una complicidad con ella, sino la destrucción de una porción esencial del porvenir. Es frecuente en nuestro mundo la imprecisión en lo que parece asunto meramente intelectual. La preocupación por la verdad parece cuestión teórica, a última hora secundaria. Creo exactamente lo contrario: desentenderse de ello es algo que afecta a la vida real y concreta, a la capacidad de distinguir, a la facultad de proyectar; en suma, al futuro.
La mentira tolerada, aceptada, tal vez aplaudida es el más grave despojo de la condición misma de la vida humana: la condición futuriza, la capacidad de imaginar, proyectar, intentar realizar. No cabe despojo más grave y de más difícil reparación. Cada vez que leo u oigo la aceptación, pasiva o activa, de la falsificación siento que se está perdiendo, enajenando la posibilidad más propia y valiosa de la convivencia. El que esto sea particularmente frecuente en el ámbito de la política significa la entrega de una porción esencial de lo más propio de la vida colectiva, aquella que condiciona las posibilidades de cada una de las irrenunciables vidas individuales.
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