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Cuesta abajo

Dentro de muy pocos días va a empezar en la Cámara de Comercio un curso organizado por Fundes con el título "El ejercicio de la libertad en la España actual". Hay en él dos palabras que le dan un interés particular: "ejercicio" y "actual". No se trata de hablar de la libertad en general o históricamente, sino de algo bastante distinto: de su ejercicio real, y no de la historia, tan rica y aleccionadora, ni de las esperanzas para el futuro, sino de la actualidad.

Esto responde a una situación nueva y por demás interesante, que debería sorprender y entusiasmar a los españoles: la holgura en la cual están viviendo; la dilatación de la vida en todas sus dimensiones; la prosperidad y relativa abundancia en que se encuentra, con pocas excepciones, el conjunto de la sociedad española; las posibilidades accesibles realmente a ese conjunto. El hecho es nuevo, resultado de esfuerzos colectivos, imaginados, dirigidos, coordinados por minorías e individuos inteligentes y responsables, dispuestos por una vez a hacer lo que hay que hacer, lo que la realidad reclama, y hacerlo bien. El resultado, inesperado hasta hace poco, significa una orientación excepcionalmente favorable, que debería servir para despertar todas las energías de la sociedad, ya que significa la llamada a una empresa, a una tarea que hay que realizar y que requiere esfuerzo, rigor, acierto y grandes dosis de eso que parece elemental y con tanta frecuencia falta: decencia.

El elemento capital de ésta se llama veracidad. Consiste en ver las cosas y decir lo que son; en evitar toda falsedad, toda ocultación de lo real, toda tergiversación. ¿Cuál es el estado actual de todo esto? Bastante satisfactorio. Los españoles se están enterando de lo que pasa en España y en el resto del mundo. No sin excepciones. Es constante la atribución desleal a España de lo que nada tiene que ver con ella, o a lo sumo en cuanto es parte de un mundo más amplio cuyo destino comparte. Existen innumerables problemas que pertenecen a la condición humana o a las grandes porciones de la humanidad, sobre los cuales no cabe sino la participación en la medida en que un país particular puede actuar. Considerar responsabilidad particular la que es colectiva, acaso universal, es la forma extrema de falsificación.

Ahora bien, hay grupos muy bien organizados que se dedican a hacer el inventario minucioso de cuanto negativo se puede encontrar en el mundo, para justificar una actitud de permanente e incurable descontento. Por supuesto, se limitan a la queja, al rechazo, a la hostilidad. No hay temor de que expresen un camino distinto, un intento de solución de esos problemas o deficiencias que no saben, ni probablemente intentan, superar.

El instrumento que se usa principalmente es la palabra, hábilmente combinada con el silencio. Sería interesante precisar de qué cosas y personas se habla y sobre aquellas otras que se calla sistemáticamente. Existe una escrupulosa censura de lo que resulta innombrable, con la esperanza de que resulte inexistente. Hay una fórmula que puede servir: se habla de las cosas en razón inversa de su interés. Cuando algo está todos los días en los periódicos, en las radios, en la televisión, puede inferirse que su interés es muy escaso. Para que parezca existente hay que hacerle la respiración artificial. Las grandes ausencias de publicidad suelen ser indicio de importancia y calidad.

Pero hay que ver que ni siquiera se trata del egoísmo que lleva a favorecer lo que trae cuenta, lo que interesa a alguien o a un grupo. Lo decisivo es lo negativo, lo destructor. Casi todo lo que se hace en nombre de algo pone en peligro a los que pretenden defenderlo. Lo que se busca es destruir la libertad, la prosperidad, el bienestar de aquellos a quienes se dice defender. Si se mira bien, se descubre invariablemente que se está procurando la decadencia, la ruina, el malestar de las regiones a las que se exalta hasta el más demencial exclusivismo, a las que se identifica con el mundo entero, con el único mundo que cuenta; a las que no se puede considerar admirables, ni siquiera estimables, sino despreciables. O a los grupos sociales en cuyo nombre se cometen todas las falsificaciones, cuya consecuencia inevitable es el descenso de los que pertenecen a ellos, a los que se intenta despojar de su actual bienestar, libertad, dignidad y satisfacción interna.

Hay grupos, fácilmente reconocibles, que lo que están procurando es ir cuesta abajo. No les importa que lo que dicen sea enteramente falso y rechazado por los que son objeto de esa constante desfiguración. No se busca ni se espera ninguna mejora, ni siquiera parcial y egoísta, de grupos parciales; lo único que se busca es el descenso, la decadencia, el descontento que termina por engendrar el desprecio propio. Es fácil reconocer a aquéllos cuyo único rumbo conocido sea ir cuesta abajo, en un intento de alcanzar niveles ínfimos de vida, bienestar y libertad, cuya única justificación era la imposibilidad de lograr otros más altos. Cuando éstos son en su mayor parte reales, la actitud que estoy describiendo es un intento de suicidio.

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