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Implacable con la mentira
Un viejo dicho dice: "In communi causa omnis homo miles" (en una causa común, todo hombre es soldado). ¿Cuál puede ser una causa común, en una época en que tiene vigencia la democracia, y ésta debe estar inspirada por el liberalismo y no ser impuesta por la mera presión aritmética de los votos? No se olvide que Hitler triunfó repetidas veces por este procedimiento, y así aplastó definitivamente toda libertad. Y su ejemplo ha sido seguido muchas veces, con diferentes pretextos.
Por esto, la causa común indiscutible es la verdad, el respeto a las reglas del juego. En principio, se puede formular, expresar, defender cualquier tesis, con tal de que se respete la verdad comprobable, justificable. El error es aceptable mientras sea inevitable; quiero decir, mientras no sea expreso, deliberado, una violación voluntaria de la verdad. Una cosa es el error, otra absolutamente distinta, la mentira. Ésta es inadmisible, contra ella hay que ser implacable, porque destruye el mismo suelo en que se funda toda discusión, el supuesto de los principios de la convivencia, de la discrepancia, del posible acuerdo; en suma, de la sociedad civilizada.
Esa implacabilidad no excluye la posibilidad de entenderse; al contrario, es la condición de su existencia. Las discusiones sobre opiniones, estimaciones, valoraciones intelectuales, son problemáticas y a veces difíciles. La falsedad es accesible, comprobable, frecuentemente demostrable. Pío Baroja decía que los españoles discuten con frecuencia por cuestiones de hecho. Por extraño que parezca, es frecuente que se discuta por ellas. Cuando se aducen cifras, estadísticas o porcentajes, se puede esperar lo peor. Se dicen las cosas más extrañas, improbables, aventuradas, con tal de que sirvan para defender lo que conviene. Mi pregunta usual es: ¿cómo lo sabe? No hay respuesta porque no puede saberse. La tesis, probablemente profética, es incomprobable. Se basa en una estadística que no se ha hecho ni probablemente se puede hacer. Se nos dice que dentro de cincuenta años la población, la riqueza, la educación de un país será tal o cual. Todos sabemos que los cambios sociales son en gran medida impredecibles, a veces bruscamente, inesperados y que deparan constantes sorpresas. Las variaciones son enormes y decisivas. Basta con recordar lo que ha sucedido en unos cuantos años para persuadirse de la esencial variabilidad de la historia.
"Por la boca muere el pez" es una vieja convicción atestiguada por la experiencia. En esta época, casi todo lo que se dice queda registrado por mil procedimientos. Se puede recordar lo que se ha dicho, en su fecha precisa, con sus propias palabras: no hay manera de evitarlo y escapar a ello. Son legión los que viven en perpetua zozobra, temiendo ser citados, que se recuerde lo que en otra fecha, en otro contexto, en otra compañía, con otros propósitos, dijeron.
Ese temor está templado, casi siempre, por la esperanza de la impunidad. Se confía en que no se recuerde, en que se haya olvidado o, en todo caso, se eluda el recuerdo. Podría hablarse de un amplio sistema de "olvidos mutuos". Yo te olvido y tú me olvidarás. Lo malo es que esta práctica reiterada va impregnando gran parte del mundo, engendra una desconfianza creciente, va contaminando la palabra, muy especialmente la pública, la despoja de valor, impide el edificar sobre ella la interpretación de la realidad, la confianza en los testimonios. Son bien conocidas las normas con las cuales se declara judicialmente las manifestaciones de los testigos. En algunos países, cuando se declara algo bajo juramento es perceptible el grave temor a mentir. En algunas legislaciones, el perjurio es por sí un delito, sea cualquiera su contenido.
Este sano temor no existe en otras sociedades en que ni siquiera el perjurio tiene demasiada gravedad. Lo que me preocupa no es la carencia de una sanción jurídica o penal de la mentira, sino la posible descalificación moral. Si el que ha mentido perdiera su credibilidad, no tuviera prestigio, no pudiera seguir mintiendo desde la impunidad, la gravedad de esta situación no sería excesiva. Lo que importa es que la mentira no tenga consecuencias.
A veces espero con impaciencia, con inquietud y esperanza, la significación de una figura política que va a entrar en escena. Hay que ver lo que hace, antes que nada lo que dice. ¿Se podrá confiar en lo que va a seguir, en su futura conducta? En ocasiones, antes de que esto se manifieste, se siente confianza o lo contrario. El principio "Dios los cría" suele ser iluminador. Si alguien busca la compañía de los veraces siento confianza, esperanza, casi seguridad. Si busca compañía de los que segregan habitualmente la mentira, pierdo toda esperanza, temo que va a continuar la misma práctica, que no se va a atrever a discrepar de ella, aun dando por supuesto que tuviera ese deseo.
El único remedio conocido para esta lacra, que perturba y corrompe una parte considerable de la vida pública, muy especialmente de la política, es detectar, reconocer, retener la mentira allí donde aparezca. A diferencia de la tolerancia amplísima respecto a las opiniones, aunque sean erróneas, a condición de intentar manifestar el error y tratar de superarlo; a diferencia también de la disposición a examinar y discutir serena y correctamente las opiniones más distintas de las propias, la mentira deliberada y comprobable no puede aceptarse, porque vicia toda la discusión, pervierte el uso legítimo, absolutamente necesario, de la palabra.
Si se repasan los quebrantos graves de la convivencia, los desastres que han acontecido en una sociedad determinada, en un país, tal vez en el mundo entero, se puede medir hasta qué punto las causas han estado en la tolerancia de la mentira, en la falta de percepción de ella, probablemente en el temor a reconocerla, sobre todo en la complicidad con ella. El que tolera una mentira, el que no la toma en serio, el que no procura declararla y evitarla, el que no se aparta de sus autores y los declara "fuera de la ley", miente con ellos, se asocia a su misma empresa, queda contaminado por ese factor de corrupción, del cual proceden casi todos los demás. Por ahí habría que empezar; lo demás se daría por añadidura.
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