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Mapas elásticos

Mi conocida afición a mapas y atlas me ha permitido una larga familiaridad con ellos desde tiempos que resultan muy antiguos. Nacido en 1914, el año del decisivo cambio que significó la Primera Guerra Mundial, conocí y manejé los mapas anteriores a la gran transformación: los mapas de Europa con una Alemania que era un asombroso mosaico de pequeños Estados, Reinos, Principados, unidades menores de todo tipo, ciudades libres, que funcionaron sin embargo como la enérgica y vigorosa unidad que era el Imperio regido por el Kaiser Guillermo II. Inglaterra -nombre usado por el conjunto que rara vez se llamaba, como ahora, Reino Unido, y con frecuencia Imperio Británico-. El Imperio austro-húngaro, regido desde tiempo que parecía inmemorial por Francisco José, con su doble centro, germánico en Viena, magiar en Budapest (todavía a falta de un tercero eslavo). El inmenso Imperio Ruso, dilatado en Asia hasta el Océano Pacífico. Y las pequeñas -relativamente- unidades nacionales de diversas magnitudes. Al acabar la guerra se produjo la gran alteración del mapa europeo que adquirió la nueva vigencia.

Con esa visión de la realidad de Europa me formé desde la niñez hasta la Segunda Guerra Mundial, que alteró de raíz el mapa de Europa y, por repercusión, en buena medida el del resto del mundo. Las diversas magnitudes se alteraron profundamente. Hasta el final de la Segunda Guerra casi todos los mapas de gran parte del mundo mostraban la mancha roja que indicaba la presencia del Imperio Británico. La desaparición de esto significó el paso a otro orden de magnitud. Pero además se alteró la irradiación de los diversos países, su anchura histórica, su influjo económico, político, militar, intelectual, literario. Algunos grandes países parecieron modestos, provinciales, afectados por el riesgo de ser simplemente provincianos. Es difícil imaginar hoy la irradiación literaria y cultural en general de Francia, la pujanza filosófica y científica de Alemania, el desplazamiento en las mentes de nombres personales que hoy parecen modestos y que tuvieron una refulgencia que hoy se antoja desproporcionada.

Se ha producido, en varias etapas, una variación de la magnitud real de los países que no reflejan los mapas, impresos en papel rígido y que no varía. Para reflejar la verdadera, actuante, efectiva, deberían imprimirse en un papel elástico, capaz de aumento y disminución. Es notoria la magnitud de los Estados Unidos desde la Segunda Guerra Mundial, su irradiación en el mundo entero, no tanto por su magnitud "real" (extensión, población, riqueza, poder militar) como por sus acciones históricas, el volumen de sus invenciones, de su cultura, de la difusión de su lengua, que ya no es tanto la de Inglaterra, sino la de su variedad americana. Se ha producido un curioso angostamiento de la magnitud de Francia, de la menor difusión y prestigio de la lengua francesa, a causa del excesivo prestigio que habían gozado muchos nombres cuya magnitud creativa ha parecido injustificada, por la evidente disminución de la producción reciente -aproximadamente desde 1960-, que ha determinado una moderación de las expectativas y de la esperanza.

Las disensiones lingüísticas entre lenguas -el ejemplo máximo entre valones y flamencos en Bélgica, a punto de producir una escisión nacional difícilmente salvada por la existencia de la Monarquía-, por la erupción de los nacionalismos en gran parte de Europa con amenaza para los grandes factores de coherencia, dominantes hasta hace pocos decenios.

Si pensamos en España y el Mundo Hispánico, encontramos que durante siglos el mapa vigente de España como nación ha sido mucho menor que lo que correspondería a su realidad efectiva, y ha sido casi ignorado el posible mapa general hispánico. Desde el siglo XVIII, y muy especialmente en el XIX, esa magnitud ha sido increíblemente reducida. En los últimos tiempos se ha iniciado una revisión que ha llevado a ver con ojos nuevos esa realidad. Quiero recordar la revisión que mostré para la Restauración en mi breve libro España ante la historia y ante sí misma.

Es impresionante el crecimiento de la magnitud de España y su desplazamiento en tiempos muy recientes, especialmente en los últimos años, la necesidad de contar con el factor español en proporción que no se hubiera imaginado hace unos pocos decenios, que llegó a inconcebibles y excesivos mínimos desde la guerra civil y su injustificada prolongación, fomentada y aprovechada por unos y por otros, más allá de lo que hubiera sido justificable.

Pero no es sólo lo que podríamos llamar la magnitud "absoluta" de los países y sus partes -estamos asistiendo a la deformación de la imagen interna de sus articulaciones y porciones-; hay que añadir la distorsión de la figura de sus diferentes dimensiones particulares, de la realidad e influencia de las diversas dimensiones de cada unidad, de la importancia creadora de las diferentes disciplinas, del interés que en cada uno de los países existía y existe ahora por cada una de ellas. Habría que medir la diferencia de "peso" de la filosofía y todas las disciplinas del pensamiento en Alemania antes y después del nacionalsocialismo. Algo semejante podría advertirse en la irradiación cultural de Francia, en la pérdida de prestigio de su lengua, estimulado y completado por la perturbación creciente de su uso, enseñanza y dominio, consecuencia, como en gran parte de Europa, de la declinación general de la enseñanza.

Respecto al español, casi todos estos factores lo han afectado, mitigados por el hecho de la admirable comunicación entre el de España y los de América. El hecho de la constante comunicación y la publicación en ambos hemisferios de los mismos autores es una reconstrucción de la unidad efectiva de lo hispánico como tal. Se puede leer la misma literatura a ambos lados del Atlántico, y sin este hecho no existe ninguna posibilidad de universalidad. Esto hace que cada vez más sea necesario contar con la contribución total de lo que se dice y escribe en lengua española. Todavía existen desigualdades, deformaciones debidas al partidismo o a la propaganda, omisiones deliberadas que desfiguran lo que debería ser la imagen real. Pero se han dado y se siguen dando grandes pasos para que los mapas se aproximen a la realidad que pretenden reflejar. Se está llegando a una visión de lo existente, articulada y matizada, incomparablemente más certera que la que podía encontrarse hace un cuarto de siglo. Este inmenso avance se ve obstaculizado por esfuerzos notorios de retroceso. El porvenir inmediato mostrará en qué sentido se decide la realidad histórica.

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