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Lo que se lleva dentro
En el breve tiempo, año y medio, que fui senador por designación real, entre mediados de 1977 y finales de 1978, aprendí algo que en el fondo ya sabía, pero que localicé en la vida colectiva y concretamente en la política: la mayor importancia de lo que se intenta, propone, respecto de lo que se consigue y realiza. Un partido, un sindicato, una agrupación ideológica de cualquier tipo, puede no disponer de la fuerza necesaria para imponer sus preferencias. Tal vez en otro momento, con los desplazamientos de la opinión pública, puede conseguir y realizar aquello que antes se había limitado a exponer, proponer y no conseguir. Pues bien, creo que esto es lo más revelador e importante, lo que hay que retener, lo que permite juzgar con acierto la significación de esa fracción de la sociedad. Habría que medir el volumen y sentido de las decepciones que ha tenido una parte considerable de la sociedad por no haber hecho caso de lo que se podía descubrir en las propuestas no realizadas, pero manifiestas, que eran lo que un grupo más o menos numeroso llevaba dentro, lo que verdaderamente deseaba, su significación profunda, que se descubría plenamente con la realización posterior.
¿Por qué tiene mayor importancia la simple propuesta que el eventual éxito, que la realización tras un cambio del equilibrio político o social? He dicho que aquel aprendizaje venía a confirmar en otro campo lo que ya sabía en una perspectiva no política, sino más profunda, antropológica: la mayor importancia del deseo respecto de la voluntad.
El pensamiento moderno, especialmente desde el siglo XVIII, ha tenido manifiesta preferencia por la voluntad. A ella se ha dirigido la atención; el deseo ha ido yendo relegado a una esfera vagamente "sentimental", frente a la supuesta "racionalidad" de la voluntad. Creo que esto se debe a una concepción insuficiente, en el fondo errónea, de ambas cosas. Es la consecuencia del racionalismo, que ha desconocido tenazmente la significación principal de la razón: la razón vital e histórica, cuya formulación adecuada ha sido excepcionalmente tardía. El hombre europeo ha tardado siglos en comprender el carácter que suelo llamar "fontanal" del deseo, que es el lugar en que nace y se justifica la voluntad, aquello que la vivifica, de lo que ella se nutre. Creo que hay que retroceder a ese origen vital, al alvéolo efectivo donde la voluntad se aloja y adquiere su significación precisa, muy importante pero que no acontece en su aislamiento abstracto, sino en el seno profundo de la vitalidad primaria.
Esta evidencia, que yo poseía en la consideración, primariamente filosófica, de la estructura de la vida humana, pero que había desatendido en su dimensión estrictamente colectiva, por ejemplo política, se me descubrió al asistir, como espectador, a las pugnas entre partidos o grupos ideológicos, a la convivencia de diversos intereses, a las concepciones, presuntamente racionales, de lo que se llaman "ideologías", aunque tal vez las ideas tienen una parte muy limitada en ellas.
En aquel tiempo, ya un poco lejano, mi atención se concentró sobre lo que cada fracción proponía, lo que deseaba, lo que descubría de su verdadera realidad, aunque no coincidiera con los resultados logrados, con lo que era su aportación momentánea a la configuración del Estado y a las formas de convivencia.
Esto era lo que se podía esperar o temer en el caso de que las realizaciones llegaran a coincidir con las propuestas. Tengo la impresión de que muy pocos pusieron su atención en estas últimas, es decir, tuvieran en cuenta lo que una mirada que reparase eficazmente en los deseos podía imaginar, anticipar, preferir o no de antemano. Sería extremadamente interesante medir la proporción de decepciones de la sociedad al comparar las expectativas con la supuesta realización de ellas. No es fácil calcular el número real y la significación de ellas, porque ahí interviene otra magnitud decisiva: la tenacidad con que el hombre adhiere a las tomas de posición de presunta justificación ideológica. Una vez tomada una posición que se reputa racional, cuesta gran esfuerzo la rectificación, porque representa el reconocimiento de un error, no sólo personal, sino la descalificación de una tesis a la cual se ha adherido, no como a una idea sujeta a crítica y examen, sino como a una creencia que se ha hecho propia por motivos que poco o nada tienen que ver con la inteligencia y la razón.
Esto explica el hecho asombroso, pero que a pocos asombra, de que tras el fracaso, en los últimos decenios, de actitudes cuyo error teórico y práctico -político, social, económico, cultural, simplemente humano- se ha descubierto con plena evidencia, dista mucho de haberse extinguido la adhesión a esos principios, porque ello significa un cambio de actitud, una versión a otra manera de ver las cosas, y esto está amenazado por lo que he llamado "fragilidad de la evidencia", el hecho notorio de que ésta, aun lograda, no resiste a las presiones del hábito, la reiteración de las viejas creencias, la inercia histórica y social, la persistencia de antiguas devociones, de adscripción a tesis a las que se atribuyó con poco fundamento una validez que ha sido desmentida por los hechos, por el curso de la historia o por un ejercicio más riguroso de la razón.
No es fácil acertar. El criterio más seguro es fijar la atención en el núcleo decisivo, aquello que es el más profundo origen de ese difícil y problemático acierto: la fidelidad a la verdad o la predilección por el error. Para mí lo que decide es la verdad o la fórmula personal del error, es decir, la mentira, el error elegido. Si se mira bien, si se tiene presente lo que se lleva dentro, aquello a que se orienta la persona, se descubre sin temor a equivocarse lo que se puede esperar. Solamente he errado al juzgar a mis prójimos o a sus agrupaciones colectivas cuando no he tomado en serio lo que proponían, es decir, lo que realmente deseaban, aquello que verdaderamente ofrecían, en que profundamente consistían. Esta perspectiva, que se nutre de una radical adscripción a la verdad, es el único método que conozco para lograr una orientación que no sea desmentida por la realidad misma, que es inexorable. De ahí mi persuasión de que sólo las raíces morales de la inteligencia garantizan el recto funcionamiento de ésta.
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