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Distinguir de personas

Cada vez se habla menos de personas, y por supuesto se piensa menos sobre ellas. El mundo actual está lleno de cosas, y las mentes de nuestros contemporáneos apenas se ocupan más que de ellas. No por afán de llevar la contraria, sino por necesidad de entender la realidad, llevo algo más de treinta años en que mis libros, y además gran parte de mis artículos, tratan primordialmente de qué es persona, de personas concretas. Desde Antropología metafísica (1970), esto y la indagación sobre esa realidad que llamamos España y el mundo al que pertenece ocupan la máxima parte de mis escritos. Tengo conciencia de que el saber vital más importante es el arte de distinguir de personas. Los errores en este campo se pagan con el desacierto que lleva a la desorientación y en casos graves a la infelicidad. Predomina la impresión de la decepción, del error, de no entender a las personas. Esto es muy grave, pero no sorprendente porque la persona es radicalmente distinta de las cosas, y los conceptos que sirven para manejar estas son inoperantes para la comprensión de lo personal. Hay que renunciar a los conceptos "algo" y "qué" y sustituirlos por "alguien" y "quién". Sin esto no se entiende nada personal. Pero no solamente personas y cosas son dispares, sino que dentro de la primera categoría hay una diferencia capital: varón y mujer. La mujer es absolutamente personal, lo que tantas veces se ha olvidado; pero es persona femenina, a diferencia de la persona masculina que es el hombre. Si no se tienen presentes las dos características, no se entiende a la mujer, y ciertamente tampoco al hombre. Pero ni siquiera esta distinción basta, sino que la persona está condicionada por su época, por la sociedad a que pertenece, por sus proyectos constitutivos y, sobre todo, por lo que llamamos su personalidad, por el quién que es, por el que intenta ser y va siendo en medio de azares, logros, decepciones, rectificación, fracasos. En suma, la persona es una realidad argumental, que es menester imaginar, contar, comparar en su realidad efectiva con sus proyectos. Esto explica la dificultad de ese conocimiento, la frecuencia del error acerca de personas. Como la vida de cada uno de nosotros está entretejida con otras, vinculada a ellas, y el hombre, sobre todo el actual, es especialmente sensible a lo negativo, la impresión abrumadora es lo difícil que es entender de personas y la dimensión de fracaso de nuestras vidas. Así ocurre en considerable proporción, pero creo que hay que revisar y en gran parte rectificar esa impresión dominante. No se suele llevar la cuenta de los aciertos, del gran número de personas a quienes se entiende bastante bien, que constituyen para cada uno de nosotros la sal de la vida y el principal factor de felicidad. Lo que pasa es que la dificultad de ese conocimiento es evidente y requiere una actitud y un esfuerzo distintos de nuestro trato con las cosas.

Lo decisivo es que la persona tiene argumento. No "es" simplemente, sino acontece; no es un mero desarrollo temporal, sino una realidad dramática a la que hay que asistir, que hay que ir comparando en cada instante con un proyecto que tampoco está dado, sino que va naciendo, se va descubriendo, vuelve sobre sí mismo y es dramático también en su realización. Su carácter extremadamente circunstancial añade dificultades; pero también interés, dramatismo, condición que puede ser apasionante, que da sabor a la vida. ¿Cuántos hombres hacen siquiera un intento de balance de esta dimensión de la vida? La calidad de ésta, su valor, depende en parte esencial de esta perspectiva. Casi nadie hace la cuenta de lo que los demás le han dado y le siguen dando, de la contribución de hombres y mujeres a la constitución de la vida propia. El habitual descontento de ese entender de las vidas ajenas parte de una atención desmesurada a los fracasos y al olvido del predominio de los aciertos, de la percepción recta, del resultado favorable de la convivencia.

La variedad de las vidas humanas, de las diversas formas de persona, del carácter en alguna medida arcano de toda vida, incluso de la propia, es la principal dificultad y el principal factor de interés. La sorpresa es algo consustancial con la vida humana, sin excluir la propia, la fuente de la inevitable y preciosa posibilidad de los descubrimientos que se hacen a cada paso.

Para poder asistir realmente a las vidas, de los demás y de uno mismo, es menester imaginarlas -es la manera primaria de percibirlas- y atender cuidadosamente a ellas. Creo que la atención es el factor capital de todo conocimiento, no digamos del humano y personal. Si se resbala sobre las realidades, si se las da por supuestas y no se repara en lo que son, en lo que tienen de constante novedad y sorpresa, se pierde lo que tienen de propio, de enriquecedor, de causa de nuestro incremento.

Hay que incluir la posibilidad de corrección, de rectificación, de nuestra propia vida y de aquellas con las que se realiza la nuestra. Una acumulación excesiva de errores descubre una inadecuada conducción de la vida propia. Cuando un político, por ejemplo, muestra una serie excesiva de errores personales, ajenos a la política propiamente dicha, los ciudadanos tienen derecho a desconfiar. Si se ha equivocado con anormal frecuencia, esto sugiere que no distingue bien de personas. Si en la amistad o el amor suele equivocarse, es lícito pensar que lo hará también en la selección de sus colaboradores, de aquellos en que confía para regir los destinos de su país, en cuyas manos va a poner el manejo delicado y complejo de las diversas dimensiones de la vida colectiva. Se suele pensar que la vida privada del político tiene poco o nada que ver con su gestión. Creo todo lo contrario. La función de gobernar es sumamente personal y requiere un conocimiento profundo de los hombres, concretamente de lo que es persona, de sus diferentes formas, de su condición sexuada, del cambio de las edades, de las exigencias de cada una de ellas, de su formación, y por tanto de la educación y la enseñanza. Es capital la idea que se tiene de los niños, de los jóvenes, de la anticipación y cumplimiento de las diversas edades; y, por supuesto, de los varones y mujeres que tendrán que ser, que podrán y en alguna medida deberán llegar a ser.

Esto da una idea de lo delicada y difícil que es la función de gobernar, la política en las épocas y lugares en que está en manos de ciertos profesionales que deben ser responsables. La dignidad de la política, por razones estrictamente reales, antropológicas, es muy grande y justifica la actitud exigente frente a sus condiciones. El acierto vital, la capacidad de distinguir de personas, aparte precisamente de la política, es la última condición de su legitimidad y justificación.

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