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La libertad que uno se toma
Desde hace mucho tiempo he creído con firmeza, y así lo he dicho, que, salvo circunstancias de especial opresión y casi siempre pasajeras, siempre hay alguna libertad: por lo menos, la que uno se toma, si está dispuesto a pagar algún precio por ella. Esto explica el que la libertad rara vez se extinga, y casi siempre con la complicidad de los que padecen su privación; y que, a la inversa, en épocas en que la libertad escasea y reclama esfuerzos se dé un florecimiento de ella que a veces parece asombroso. Para hablar sólo de España y de épocas recientes, no carecía de cortapisas y limitaciones la libertad en un período particularmente floreciente en la literatura, el arte, la actitud creadora en la vida. Me refiero a la etapa que se engloba bajo el nombre de 1927, símbolo de creatividad en muchos campos. Casi todos los libros que a veces se llaman "literatura de la República" se escriben y publican desde 1929, y ciertamente se siguen escribiendo en parte todavía después, aunque al período anterior pertenezcan la mayoría de los de Jorge Guillén, Pedro Salinas, García Lorca, Cernuda y tantos otros. Más sorprendente todavía es el hecho de que durante un período de mayor opresión, el que comienza en toda España en 1936 con el inicio de la guerra civil y se prolonga bastantes años después de su final, se produce una inesperada floración de creación libre, que entre 1941 y 1955 recordé y resumí en mi artículo "La vegetación del páramo". Después, cuando ha existido en grado incomparable la libertad objetiva y pública, han alternado las fases creadoras y llenas de promesas y las que han significado una parálisis o torpeza de la función creadora. Hubo unos años, que están en la memoria de todos, en que lo que se produjo se resumió en lo que llevaban dentro dos palabras: "destape" y "movida", parva cosecha para expresar un balance de libertad.
La libertad no consiste primariamente en las condiciones políticas o sociales, en las autorizaciones para hacer las cosas; sino más bien en la vocación, la espontaneidad, la autenticidad, la decisión personal de realizar los proyectos sinceros y, por qué no, el valor personal, la decisión de no aceptar las presiones, menos aún las tentaciones, las conveniencias, los estímulos exteriores, las modas, los prestigios y recompensas. Ejercer la libertad suele llevar consigo inconvenientes, a veces muy graves; el que no está dispuesto a ello renuncia a la libertad posible y que "no trae cuenta". Eso explica que la libertad real sea muy exigua en tiempos de bonanza, en que todos los estímulos positivos existen, y tenga un sorprendente florecimiento allí donde parece improbable, donde no se la espera.
Hay una palabra que usaba con frecuencia Ortega y que es clave de muchas cosas importantes: "insobornable". Si se la aplica, se tiene un instrumento seguro para medir la libertad, la autenticidad, la capacidad de resistencia y de permanencia en el tiempo. Estoy hablando solamente, por razones de brevedad y claridad, de la España reciente, pero estos criterios se podrían pasear a lo largo de la historia por todo el mundo bien conocido, y se comprobaría su aplicabilidad y eficacia. Los factores esterilizadores de la libertad más que de la opresión, salvo casos de excepcional violencia y amplitud, han sido aquellos momentos en que se aflojan los resortes, se pierde la personalidad, los individuos se pliegan a las modas, a los halagos, a los premios y honores, a las recompensas, a la docilidad en suma. Ni siquiera es lo más importante la protesta, la rebelión, la manifiesta disidencia. Esto puede ser necesario para distanciarse de lo vigente, para señalar una ruptura, para escapar a las tutelas y al trato favorable. Más necesario y eficaz es desentenderse de todo eso, recabar el derecho a ser quien verdaderamente se es, dedicarse al contenido real de la propia vocación. Una de las épocas más lamentables de nuestra historia, de mayor opresión, fue en sus diversas fases el reinado de Fernando VII, marcado por actos de resistencia y heroico sacrificio. Sin embargo, el contenido real de la libertad en aquel tiempo fue, por ejemplo, la creación literaria de unos cuantos autores que cultivaron enérgicamente su vocación y dejaron la huella imperecedera de quiénes eran, de lo que podría haber sido España si no se hubiesen apartado tantos españoles de aquello que estaban internamente obligados a ser, aquello en que verdaderamente consistían. Baste con citar tres nombres: Larra, Espronceda, Zorrilla. En ellos se resume el Romanticismo, aquello que fue la expresión auténtica de un tiempo de España, por debajo y por encima de las "ominosas décadas" destinadas a pasar, con una huella de indiferencia o acaso de vergüenza.
Creo que hay cierta resistencia a aceptar y compartir esta perspectiva. En cierto modo es esperanzada y optimista. Su inconveniente es que no descarga las principales responsabilidades en eso que se llama "las circunstancias" y que es en buena parte ajeno e impersonal. Desplaza el centro de gravedad de estas situaciones tan graves y problemáticas hacia los individuos, hacia cada uno de nosotros. Hay que recordar una vez más la maravillosa frase de Cervantes: "tú mismo te has forjado tu ventura". Expresión imperecedera del sentido y la clave de la libertad. Nos hacemos a nosotros mismos; dentro de las circunstancias, por supuesto, y con ellas; pero a última hora el peso de la decisión recae sobre cada uno de nosotros. En épocas durísimas ha habido y puede haber trayectorias limpias, claras, en una palabra, auténticas. En cada caso se percibe el precio que cada uno ha pagado por ella, a veces muy grave; pero si se mira bien, se descubre que en todo caso ha valido la pena; que ese precio era exigido y no excesivo.
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