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Las decadencias

Uno de los fenómenos más interesantes e inquietantes de la historia son las decadencias, principalmente intelectuales, que afectan a países enteros, a veces a algunas de sus partes o bien a grupos enteros de países que habían estado unidos por su capacidad creadora, hasta el punto de crear culturas valiosas. Las decadencias significan una disminución notoria de la capacidad creadora, que puede llegar a su extinción temporal, en ocasiones definitiva. Piénsese en la asombrosa de Grecia durante algunos siglos, a pesar de su pequeñez y escasez de recursos, que no ha tenido continuidad comparable. Otro ejemplo notorio ha sido la destrucción y fragmentación del Imperio Romano, o las invasiones bárbaras, o las islámicas desde el siglo VII. Todas estas decadencias, en grados diversos, han sido traumáticas, consecuencias de vicisitudes históricas sobrevenidas, difícilmente evitables, en principio ajenas a los que las han padecido.

Pero hay otras de distinto origen y caracteres, producidas más bien desde el interior de las sociedades afectadas por ellas, en alguna medida aceptadas, en ocasiones provocadas y favorecidas desde el interior, quiero decir con la complicidad de los sujetos no enteramente pasivos de ellas.

El paso más frecuente hacia ellas es la aceptación de la mediocridad. En ocasiones domina la tensión creadora, la exigencia, el esfuerzo hacia la calidad; es la condición de esa aspiración hacia lo mejor, hacia lo más alto, que es la característica de las épocas en que el hombre tiende hacia lo más valioso, a lo que eleva hacia los grados superiores de lo humano, aun a costa de sacrificios, esfuerzos, riesgos.

A veces esta tensión dura siglos, y se crean las grandes culturas fecundas que han constituido la gloria de la humanidad. Si se tiene una visión conjunta en lo posible de la historia entera, se puede explicar la enorme variedad de la humanidad, las diferencias entre las diversas sociedades, en las cuales falta toda relación con la extensión territorial, con el número de habitantes, con la abundancia de recursos. La "importancia" de los diversos pueblos en distintas épocas descubre el carácter cualitativo de las variedades humanas, lo que muestra hasta qué punto nada de lo que afecta realmente al hombre se puede reducir a meros datos. El carácter proyectivo, libre, y por ello inseguro, de la vida humana hace que se tenga una perspectiva que puede ser acertada, y que es propia de esa extraña realidad que es el hombre, a diferencia de su mero carácter biológico y su, por otra parte, real semejanza con el resto de las realidades vivientes.

El fenómeno que me parece preocupante y que se da con alarmante frecuencia es la aceptación de la mediocridad, de la falta de exigencia, de la inercia, del abandono de eso que he llamado tensión creadora. La consecuencia inmediata es el estancamiento, la falta de innovación, que suele coincidir con el abandono de la continuidad, con la pérdida de las tradiciones innovadoras, con la necesidad de dar pasos sucesivos apoyándose en el pasado y que llevan inexorablemente más allá de él. Esta es la aparente paradoja de la marcha "normal" de la historia, articulación de la tradición con la invención. En épocas de crisis, ambas suelen desaparecer simultáneamente.

¿Por qué se acepta la mediocridad? Por incapacidad de esa dificultosa, penosa tensión que la creación impone. Los que se sienten incapaces de ello, renuncian y aceptan aquello con que se encuentran, tal vez la mera prolongación de lo existente, siempre unida al abandono de lo que se había hecho; la aparente detención es siempre un retroceso, una forma de arcaísmo.

Frecuentemente se trata de organizaciones, de instituciones que al cabo de cierto tiempo de esfuerzo creador se declaran en huelga de proyectos, se contentan con lo que se les ofrece o lo favorecen y provocan. En estos casos se acepta o fomenta la inercia, no se pide el esfuerzo, no se reclama la atención a la realidad y el intento de adaptarse a ella, de cumplir las condiciones que en cada momento son necesarias. Es evidente que, cuando se trata de instituciones, éstas pierden su prestigio y, por tanto, el valor de pertenecer a ellas. Esto parece una conducta suicida, incomprensible por parte de los que están dentro de ellas. Un caso muy frecuente es el de grupos que han ingresado por diversos procedimientos en esas instituciones, con independencia de la vocación personal, del afán de realizar ciertos proyectos concretos y que se juzgan estimables, sustituidos por un afán de poder, de utilizar la fuerza inherente a tales organizaciones para ejercer un dominio sobre otras parcelas de la sociedad o sobre la sociedad en su conjunto. A veces es visible la voluntad de extender el dominio sobre parcelas de la sociedad aumentando el número de los miembros representativos de una tendencia particular, que asegura su predominio en un conjunto que hasta entonces había sido ajeno a ella y probablemente divergente de su figura y contenido.

Esta táctica tiene muy viejos antecedentes y se remonta por lo menos a la guerra de Troya. Se trata de introducir en la ciudad sitiada los elementos capaces de minar su resistencia, de colaborar con los invasores, a los que prestarán la fuerza que no tenían en su interior. El primer paso consiste en vaciar de su contenido propio a las instituciones que habían asegurado su largo prestigio, el valor, acaso el orgullo de pertenecer a ellas, precisamente para hacer algo que se creía valioso. La primera consecuencia es el desánimo; el paso siguiente, la renuncia a la resistencia; la culminación, el abandono, la rendición sin condiciones, el cese de la defensa.

¿Existe un remedio para este tipo de decadencias? Creo que sí, pero requiere la renovación del esfuerzo creador; en otras palabras, la decisión de ser, de seguir siendo o volver a ser aquello que se considera propio, lo que vale la pena. A veces esto parece bien poca cosa; esta idea se rectifica tan pronto como se cae en la cuenta de que lo auténtico, lo verdadero, tiene más fuerza que la falsedad o la ficción.

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