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Laín Entralgo: su magnitud real

No es fácil comprender el conjunto de la obra intelectual de Pedro Laín Entralgo. Su larga duración de más de setenta años desde el final de la guerra civil hasta su muerte hace unos días; su amplitud y variedad que puede enmascarar su coherencia, la convergencia de sus muchas dimensiones; la clave su unidad en un proyecto intelectual de excepcional valor. En muchos sentidos Laín hace pensar en Gregorio Marañón, médico como él, atento a la realidad española y sus problemas, con una visión estrictamente personal de todo ello, con una formación digna de los más abarcadores y profundos humanistas de diversos siglos.

Laín Entralgo es el autor de una extraordinaria creación: la transformación de la historia de la medicina, que hasta él había sido una rama secundaria, casi trivial de la visión médica de lo real, en una disciplina rigurosa y profunda; no sólo su espléndido libro "La Medicina hipocrática", sino su temprano libro "Medicina e historia" y la ingente serie de monografías sobre grandes médicos; sin contar las profundas visiones de la relación médico-enfermo y de la historia clínica.

Al mismo tiempo empezó el estudio apasionado y preciso de la realidad española, de sus problemas con su permanente dramatismo intelectual, de figuras que han sido clave de su historia; su temprano libro sobre Menéndez Pelayo, tan traído y llevado en los años que siguieron a la guerra civil, tan escasamente entendido, hizo que pasara de una mención "patriótica" a un conocimiento rico, matizado y utilizable. Son muchos los españoles ilustres estudiados por Laín, como Fray Luis de Granada y tantos más, que han dado concreción y relieve a una riquísima historia casi siempre mal poseída.

Estas preocupaciones llevaron a Laín al campo de la filosofía; nunca tuvo pretensión de filósofo, pero si se mira con atención su obra se descubre que es parte importante de la creación filosófica española de los últimos decenios, con la incorporación de gran parte de su tradición antigua y, por supuesto, de su renacimiento extraordinario en nuestro siglo desde Unamuno y Ortega, con la aportación absolutamente esencial para Laín de Zubiri, que puede parecer absorbente y acaso excesiva. La contribución de Laín a la filosofía es simplemente irrenunciable. No puede olvidarse "La espera y la esperanza" o sus estudios sobre la amistad.

Hay que añadir la profunda religiosidad de Pedro Laín, su significación dentro de un movimiento de pensamiento religioso, independiente, libre, a la altura del tiempo, que ha sido característica de la realidad española del siglo XX, tal vez vacilante o disimulada en los últimos decenios. Sería interesante discernir los pasos que el pensamiento español más independiente ha dado en la segunda mitad del siglo XX y sus avatares públicos desde diversas presiones y ocultamientos que han desdibujado su verdadera realidad y su importancia.

En la última fase de su larga vida, la obra de Laín recobró la unidad originaria de sus diversos flancos. El problema de la unidad del hombre, del sentido unitario de sus diversas dimensiones, de la realidad del cuerpo, algo decisivo para el profundo conocimiento de un médico excepcionalmente profundo y competente, y el carácter radicalmente personal de lo humano. Esto hace que varios volúmenes de la obra de Laín, publicados en la Editorial Galaxia Gutemberg del Círculo de Lectores, sean estrictamente "antropológicos", convergencia de la visión científica, empírica, de lo humano con el sentido predominantemente filosófico del análisis de la persona humana.

A última hora, esta amplia y muy significativa parte de la obra de Laín viene a iluminar el conjunto de su producción. Las innumerables páginas que escribió en los últimos años iluminan el ingente conjunto de sus escritos desde los años inmediatos a sus comienzos en la década de los cuarenta. El propio Laín ha vuelto a reunir e interpretar desde el nivel de su madurez la impresionante serie de estudios que había ido elaborando desde las diversas solicitaciones que las múltiples facetas de su personalidad le habían ofrecido y planteado.

Esta consideración permite una comprensión global de una obra cuya extensión y variedad podría llevar a una visión fragmentaria y en definitiva inadecuada de su pensamiento. Es particularmente interesante el que la maduración de Laín lo haya llevado a la conexión final de los muy diversos elementos que han compuesto su obra. Ese carácter unitario, vitalmente convergente, de su obra escrita descubre el sistematismo interno de un pensamiento cuyo último sentido filosófico trasparece al final de una larga carrera intelectual. Me parece esencial retener estos rasgos que no son añadidos por una consideración exterior a su obra, sino que aparecen si se la considera en serio y en su conjunto. Se puede leer la obra de Laín de tantos años, movida por tantos problemas concretos y aparentemente independientes, y se descubre lo que es una obra intelectual que responde a una persona concreta, a una vida muy larga, sometida a tantas presiones, solicitaciones, recursos; en una palabra, a una trayectoria ejemplar, realizada en condiciones particularmente complejas y dramáticas, que descubren el sentido de una etapa de nuestra historia que sería decisivo comprender y asimilar en su complejidad y en el sentido unitario que adquiere al verla realizada en una biografía.

Entender a Laín Entralgo requiere este esfuerzo de interpretación histórica. Precisamente ese esfuerzo es lo que permite entender un periodo de excepcional relevancia, que se desdibuja de manera inquietante por falta de rigor intelectual, de conocimiento preciso de los hechos y, sobre todo, de lo más necesario: la exigencia de implacable veracidad con lo real. Esta deficiencia es lo que pone más en peligro la posesión de nuestro inquietantes, apasionante y posiblemente fecundo siglo XX.

Un mapa personal

Mi último curso de conferencias se ha dado en el Centro Cultural Conde Duque, ese enorme y espléndido local, que es un cuartel del siglo XVII, es decir, de la época de la "decadencia"; a lo largo de veintiún miércoles, entre enero y junio, con una asistencia de unas quinientas cincuenta personas; este dato numérico no ha parecido digno de mención a los medios de comunicación, pero lo encuentro bastante revelador. El título del curso ha sido "Veinte siglos de vidas en España"; y no simplemente "españolas" porque algunas de las figuras no lo eran estrictamente; así, tres filósofos cordobeses (Séneca, Averroes, Maimónides). Se ha tratado de mostrar, semana tras semana, la existencia de figuras de excepcional relieve en España, a veces una singular, la mayoría de las ocasiones un pequeño grupo, hasta acaso cinco, que componían lo que he llamado una "constelación" de personas distintas y convergentes en una unidad superior. Hay que añadir que este número hubiera podido ampliarse, por supuesto duplicarse, lo que da un extraordinario número de figuras de personalidad relevante, de extraordinaria riqueza, que casi siempre se pasa por alto.

No ha habido hueco ni excepción; en dos milenios completos no han faltado grupos de personas creadoras, que han significado aportaciones originales a la vida española desde multitud de aspectos. Un rasgo decisivo es precisamente lo que suele echarse de menos: la continuidad. No ha habido rupturas; en dos mil años ha habido una sombrosa coherencia de planteamientos rigurosamente personales, con diferencias acusadas, que en su conjunto componen una figura inteligible. A lo largo de dos mil años, con variaciones decisivas, se ha mantenido una serie de planteamientos en todas las dimensiones de la vida, que han compuesto una melodía que se puede reconstruir y en la cual nos encontramos y reconocemos. Me pregunto en cuántos países se puede encontrar algo semejante en continuidad y variedad, los rasgos que permiten identificar una convivencia histórica puramente personal, es decir, con un argumento histórico hecho de diferencias irreductibles, pero que componen un conjunto intrínsecamente humano.

Es interesante señalar que, a lo largo de tantos cambios, de épocas de crisis, con descensos evidentes, con momentos de pérdida de tensión creadora, de desorientación, de mediocridad, no han faltado en ningún momento figuras excepcionalmente creadoras, que han redimido esos descensos, las fases de lo que podríamos llamar desaliento histórico. En momentos de grave desorientación en el siglo XIX no han faltado miradas perspicaces que han interpretado lo realmente valioso, que han contemplado lo que en España había de original, necesario, prometedor. Piénsese en figuras como Castelar, Cánovas, Menéndez Pelayo, Giner de los Ríos, Galdós, en que se ha salvado lo más valioso, lo realmente importante, lo que ha asegurado la conservación de lo decisivo a pesar de ciertos baches de la tensión creadora en la vida primariamente pública.

Un rasgo que importa retener ha sido el carácter estrictamente personal de estos dos milenios. En vano se puede esperar un tiempo de inercia, de "cosificación", de suplantación de lo personal por fuerzas meramente colectivas, étnicas, políticas, económicas, por lo que podríamos llamar pérdida del sentido de la persona humana. Esto es lo que establece un vínculo de sorprendente coherencia a dos milenios de historia con diferencias extraordinarias, que podrían haber roto ese vínculo dramático en que consiste un país, una forma de vida marcada por reacciones enteramente distintas a situaciones unificadas precisamente por ese carácter personal.

He hablado de la fragilidad de la evidencia. Es un hecho enorme que he descubierto al asistir a la experiencia inquietante de cómo las personas que descubren una forma de realidad que se les impone, y condiciona su visión de la realidad, al cabo de cierto tiempo pierden esa evidencia, recaen en el estado anterior en que no habían comprendido la originalidad, la posibilidad de entender algo que les pertenece y enriquece. Esa evidencia alcanzada y luego perdida es un factor decisivo y pernicioso de la historia, la mayor amenaza al enriquecimiento, a la maduración de la conciencia histórica. Esa evidencia puede reverdecer, puede recuperarse con mayor intensidad y eficacia cuando se vuelve la mirada sobre ella, se la refuerza con una nueva mirada que conserva las anteriores y reconstruye lo que en todo lo humano es decisivo: el argumento dramático.

Se trataría de salvar, potenciar, lo que me atrevo a llamar la historización de la historia. Hay que combatir y superar la tendencia a lo inerte, la eliminación de esa palpitación inestable, problemática, de lo humano que permite recaer en la visión inerte de lo que en el hombre hay de "cosa". Es la gran tentación, a la que se sucumbe tantas veces, el más grave lastre de la posesión de lo humano colectivo. Es curioso que a medida que se han desarrollado los instrumentos mentales de la comprensión, el aluvión de descubrimientos técnicos, de conservación, almacenamiento, indagación técnica del pasado, han ido en sentido contrario y han hecho que en cierta medida el hombre actual se olvide de sí mismo, quede inerte e inerme frente a esa palpitación dramática en que consiste un pueblo o un grupo de pueblos, una variedad humana irreductible, irrepetible, que con otras compone esa melodía difícil de dominar cuyo término último, difícilmente alcanzable, se podría llamar la historia universal.

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