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Un mapa personal
Un mapa personal
Publicado en el diario ABC de Madrid, el 28 de junio de 2001
Mi último curso de conferencias se ha dado en el Centro Cultural Conde Duque, ese enorme y espléndido local, que es un cuartel del siglo XVII, es decir, de la época de la "decadencia"; a lo largo de veintiún miércoles, entre enero y junio, con una asistencia de unas quinientas cincuenta personas; este dato numérico no ha parecido digno de mención a los medios de comunicación, pero lo encuentro bastante revelador. El título del curso ha sido "Veinte siglos de vidas en España"; y no simplemente "españolas" porque algunas de las figuras no lo eran estrictamente; así, tres filósofos cordobeses (Séneca, Averroes, Maimónides). Se ha tratado de mostrar, semana tras semana, la existencia de figuras de excepcional relieve en España, a veces una singular, la mayoría de las ocasiones un pequeño grupo, hasta acaso cinco, que componían lo que he llamado una "constelación" de personas distintas y convergentes en una unidad superior. Hay que añadir que este número hubiera podido ampliarse, por supuesto duplicarse, lo que da un extraordinario número de figuras de personalidad relevante, de extraordinaria riqueza, que casi siempre se pasa por alto.
No ha habido hueco ni excepción; en dos milenios completos no han faltado grupos de personas creadoras, que han significado aportaciones originales a la vida española desde multitud de aspectos. Un rasgo decisivo es precisamente lo que suele echarse de menos: la continuidad. No ha habido rupturas; en dos mil años ha habido una sombrosa coherencia de planteamientos rigurosamente personales, con diferencias acusadas, que en su conjunto componen una figura inteligible. A lo largo de dos mil años, con variaciones decisivas, se ha mantenido una serie de planteamientos en todas las dimensiones de la vida, que han compuesto una melodía que se puede reconstruir y en la cual nos encontramos y reconocemos. Me pregunto en cuántos países se puede encontrar algo semejante en continuidad y variedad, los rasgos que permiten identificar una convivencia histórica puramente personal, es decir, con un argumento histórico hecho de diferencias irreductibles, pero que componen un conjunto intrínsecamente humano.
Es interesante señalar que, a lo largo de tantos cambios, de épocas de crisis, con descensos evidentes, con momentos de pérdida de tensión creadora, de desorientación, de mediocridad, no han faltado en ningún momento figuras excepcionalmente creadoras, que han redimido esos descensos, las fases de lo que podríamos llamar desaliento histórico. En momentos de grave desorientación en el siglo XIX no han faltado miradas perspicaces que han interpretado lo realmente valioso, que han contemplado lo que en España había de original, necesario, prometedor. Piénsese en figuras como Castelar, Cánovas, Menéndez Pelayo, Giner de los Ríos, Galdós, en que se ha salvado lo más valioso, lo realmente importante, lo que ha asegurado la conservación de lo decisivo a pesar de ciertos baches de la tensión creadora en la vida primariamente pública.
Un rasgo que importa retener ha sido el carácter estrictamente personal de estos dos milenios. En vano se puede esperar un tiempo de inercia, de "cosificación", de suplantación de lo personal por fuerzas meramente colectivas, étnicas, políticas, económicas, por lo que podríamos llamar pérdida del sentido de la persona humana. Esto es lo que establece un vínculo de sorprendente coherencia a dos milenios de historia con diferencias extraordinarias, que podrían haber roto ese vínculo dramático en que consiste un país, una forma de vida marcada por reacciones enteramente distintas a situaciones unificadas precisamente por ese carácter personal.
He hablado de la fragilidad de la evidencia. Es un hecho enorme que he descubierto al asistir a la experiencia inquietante de cómo las personas que descubren una forma de realidad que se les impone, y condiciona su visión de la realidad, al cabo de cierto tiempo pierden esa evidencia, recaen en el estado anterior en que no habían comprendido la originalidad, la posibilidad de entender algo que les pertenece y enriquece. Esa evidencia alcanzada y luego perdida es un factor decisivo y pernicioso de la historia, la mayor amenaza al enriquecimiento, a la maduración de la conciencia histórica. Esa evidencia puede reverdecer, puede recuperarse con mayor intensidad y eficacia cuando se vuelve la mirada sobre ella, se la refuerza con una nueva mirada que conserva las anteriores y reconstruye lo que en todo lo humano es decisivo: el argumento dramático.
Se trataría de salvar, potenciar, lo que me atrevo a llamar la historización de la historia. Hay que combatir y superar la tendencia a lo inerte, la eliminación de esa palpitación inestable, problemática, de lo humano que permite recaer en la visión inerte de lo que en el hombre hay de "cosa". Es la gran tentación, a la que se sucumbe tantas veces, el más grave lastre de la posesión de lo humano colectivo. Es curioso que a medida que se han desarrollado los instrumentos mentales de la comprensión, el aluvión de descubrimientos técnicos, de conservación, almacenamiento, indagación técnica del pasado, han ido en sentido contrario y han hecho que en cierta medida el hombre actual se olvide de sí mismo, quede inerte e inerme frente a esa palpitación dramática en que consiste un pueblo o un grupo de pueblos, una variedad humana irreductible, irrepetible, que con otras compone esa melodía difícil de dominar cuyo término último, difícilmente alcanzable, se podría llamar la historia universal.
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