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El desprecio

El desprecio es una actitud necesaria, inevitable, irrenunciable, única aplicable en ciertas circunstancias y contextos, pero que encierra peligros de grave error, que es menester eliminar para que la operación de despreciar sea justificada. Ante todo, no se puede aplicar sino excepcionalmente a los hombres mismos, porque toda persona es en principio redimible, capaz de rectificación y justificación, salvo los casos en que la actitud personal consiste en la renuncia voluntaria a los atributos inherentes a la personalidad, es decir, el rechazo de lo que es propiamente la persona humana. Es concretamente el caso del terrorista activo o del que con su conducta y sus expresiones comparte y apoya esa actitud. Lo que merece desprecio como actitud justa, a veces obligada, es la negación de lo que es intrínsecamente exigible a la expresión de las opiniones sobre asuntos que llevan consigo la estimación de lo humano. Toda actitud que envuelve el desprecio de las condiciones objetivamente exigibles ante lo humano merece por su parte un total desprecio. Y lo exigible, lo absolutamente necesario, es el respeto a la verdad. El error es inevitable, y por tanto excusable, en alguna medida lícito, a condición de que sea involuntario, provisional, pendiente y ávido de rectificación, es decir, abierto a la verdad que lo corrige y enmienda. Lo inadmisible no es el error como tal, sino la mentira, la voluntad de falsedad, la perseverancia en ella, la adscripción sistemática a la falsificación como tal. Lo despreciable no es la deficiencia humana, la dificultad de alcanzar la verdad siempre huidiza, sino la predilección por la falsedad, la adscripción voluntaria a ella.

¿Cómo proceder frente al desprecio sistemático de la verdad, frente al uso constante del apartamiento de ella, frente a la insistencia en ese voluntario alejamiento de la realidad de lo que las cosas son ante el deliberado desprecio de lo que se ve, de lo que se impone con evidencia? La actitud correcta consiste en tomar en serio eso que se dice, en la enumeración implacable de las tesis erróneas, acompañada del enunciado de la realidad, de los hechos irrefragables que desmienten esas tesis enumeradas. Ese enfrentamiento, esa contraposición entre lo que se dice como distorsión voluntaria de lo efectivo y la afirmación de lo que inevitablemente se impone como verdadero y obliga a su aceptación, es lo que justifica el desprecio de lo falso y el aprecio ineludible de lo que verdaderamente es. Los límites de esa actitud vienen impuestos por el grado de vigencia social en cada circunstancia de la verdad o la falsedad. En épocas intelectualmente "sanas", en que la verdad tiene aceptación normal, en que la mentira voluntaria es excepcional, con límites reducidos, en que la deformación voluntaria rara vez es buscada y deliberada, se puede contar con la busca normal de la verdad, dejando un margen relativamente exiguo a la patología intelectual. Pero hay circunstancias, en épocas, en algunos países más que en otros, en que la tensión hacia la verdad y su busca se debilitan, en que interviene una actitud de desinterés por la verdad, de aflojamiento de su vigencia, de propensión a dar un paso más, que consiste en una indiferencia cuya consecuencia suele ser la facilidad de aceptación de lo falso, cuando no una simpatía por ella, un clima favorable a la visión incorrecta de las cosas, cuya culminación es la busca deliberada de la falsificación.

Ha habido y hay épocas y países en que la verdad ha sido escamoteada, eliminada, perseguida, cuyo mantenimiento y expresión han resultado peligrosos, a veces extremadamente. La historia reciente muestra ejemplos gravísimos de oscurecimiento voluntario de la verdad, del peligro de buscarla, enunciarla, defenderla, de su suplantación por diversos sistemas de mentiras implacablemente impuestas. La historia del mundo en el siglo XX muestra con angustiosa extensión y frecuencia el predominio de esta actitud, que en el pasado anterior había sido excepcional, mucho menos extendida, con apoyos más débiles y menos frecuentes. Es claro que se ha producido una reacción frente a esa falsedad, que ha empezado a comprenderse lo inaceptable de esas actitudes, que se ha iniciado una recuperación parcial y lenta del derecho, de la obligación de la verdad, que hoy lucha esforzadamente con el dominio todavía amplísimo de la falsedad.

La suerte no está echada. Hay una conciencia, que poco a poco se va imponiendo, de que la verdad es exigible y la única manera decente y creadora de vivir; pero la fuerza de la mentira, su grado de organización, su resistencia a reaparecer en diversas formas, con múltiples estímulos, es tan grande que los que militan del grado de la verdad están expuestos al desaliento, al temor, a la acumulación de las dificultades.

Esto hace que la actitud de desprecio a lo falso siga siendo en gran medida inevitable; debe ir acompañada de la esperanza de rectificación, de la salvación de los que por diversos caminos han sucumbido, de los que todavía pueden rectificar y salvarse, de los que conservan alguna sensibilidad para lo verdadero. Éstos deben ser los límites del desprecio, reducido, más que a las personas individuales, a sus conductas, a sus debilidades, a sus caídas remediables, a ese núcleo duro de los que mantienen implacablemente la voluntad de error, la hostilidad a la verdad, a la evidencia, a los que confían en que ésta es transitoria, lo que suelo llamar "frágil", expuesta a desvanecerse y pasar. Esta actitud es la que sólo puede superarse mediante el desprecio, la que exige un total desvío, cuyo primer paso es la indiferencia, reforzada por una total repulsa. Éstos son, creo yo, los límites insalvables de la licitud y exigencia del desprecio.

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