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¿Concordia?
Se acepta fácilmente, acaso demasiado fácilmente, que España es un país de rupturas, propenso a la discordia. No estoy seguro, siempre me ha parecido dudoso; una ligereza o un desconocimiento de nuestra historia. Ésta muestra un grado sorprendente de continuidad. Los cambios de orientación no son excesivos ni bruscos, las variaciones históricas han sido moderadas, comprensibles, las requeridas por la condición viviente de un país. Se ha empleado con notoria frivolidad el adjetivo "cainita" aplicado a los españoles, con frecuencia unido a la palabra envidia: "Envidia cainita" ha sido la expresión tantas veces usada para explicar fenómenos que poco o nada tienen que ver con ella. No ha dejado de existir ese fenómeno, pero no ha sido frecuente, y sorprende hasta qué punto sus manifestaciones son recientes.
A lo largo de muchos siglos, lo que sorprende es la coherencia de la historia española, su continuidad, la aceptación en cada momento del pasado reciente, en un encadenamiento que se extiende a épocas remotas. Prueba de ello es el carácter inteligible de casi toda nuestra historia, incluso a pesar de las grandes vicisitudes que en otros casos hubieran significado una ruptura irremediable. El hecho máximo fue la invasión islámica de comienzos del siglo VIII, que alteró radicalmente la situación y el equilibro del Norte de África y gran parte de Europa, que transformó países cristianizados, helenizados o romanizados, pertenecientes al mundo europeo en porciones del complejo mundo islámico, escindido de la comunidad cristiana, de la tradición clásica grecolatina, de los proyectos propios de Europa y de Occidente. La excepción fue España: su pequeña porción septentrional, libre de la ocupación musulmana, más bereber que árabe, fue vivida como un "contratiempo pasajero", nunca aceptado; la porción libre del dominio islámico permaneció fiel, no sólo a su carácter propio, sino a su vinculación histórica con la situación anterior al año 711, a la Monarquía visigoda, a la cual se sintió perteneciente y que apareció como el horizonte, el porvenir, y ésta fue la significación de la palabra Reconquista, que no se dio en el resto del mundo islamizado.
Sorprende la concordia existente entre los cristianos españoles durante siglos, a medida que consiguieron liberarse del dominio musulmán; al lado de las constantes luchas entre cristianos en toda la Edad Media europea, es asombrosa la coherencia, la habitual paz entre los cristianos españoles. Es sorprendente, aunque casi nadie se sorprenda, la coherencia entre los diversos Reinos, Condados o Señoríos en que se articuló hasta el final de la Reconquista la España que había vuelto a ser cristiana y en esa medida dueña de sus destinos. La España libre fue una España convergente; desde el parentesco de los dominadores de los diferentes Reinos hasta la semejanza de los proyectos políticos, de la cultura, de las formas de convivencia. Por debajo de todas las diferencias inevitables, se percibe la creciente unidad española durante toda la Edad Media, hasta la unidad del siglo XV, que aparece como el cumplimiento sin violencias, movido por una fuerte y larga voluntad, de las porciones de una unidad rota por las vicisitudes históricas, ansiosa de integrarse.
La historia de la España reunida, que vuelve a ser un conjunto unitario en su realidad nacional, es la historia de una concordia apenas perturbada por la diversidad y la pluralidad de acontecimientos a lo largo de varios siglos. No hay la menor dificultad en contar esa historia de una manera coherente; lo difícil, casi imposible, es aplicar a la España moderna una fragmentación que no ha existido, que es inventada a posteriori, ejerciendo violencia sobre los hechos, o superponiendo a éstos una imagen recién forjada. Nada asombraría más a los españoles de los siglos XVII y XVIII que la imagen que se ha tratado de imponerles minoritariamente en los últimos tiempos.
La concordia aparece como el rasgo capital de la convivencia entre españoles. Que esto pueda parecer discutible es consecuencia de la muy vaga idea que se tiene en la España actual de lo que han sido las naciones de Europa -verdaderas naciones, por supuesto- entre los siglos XVI y XX. Y me refiero, por cierto, a las verdaderas naciones, a las naciones en sentido estricto y maduro, no a sus meros conatos, a los esfuerzos hacia realidades no logradas, a los permanentes fracasos de ciertos proyectos nacionales. Sólo esta condición permite comprender la fabulosa, incomprensible proyección de España en otros continentes, sobre todo en América, si se tienen en cuenta las fechas en que esto ha acontecido. España como tal, en su compleja unidad, está presente en América desde fines del siglo XV, y este injerto actúa vigorosamente y de manera unitaria, inconfundiblemente española, sobre el inmenso continente americano, a la vez en el Atlántico y el Pacífico. Compárese con lo que ha sido la tardía penetración inglesa, al lado de los otros trasplantes de Holanda o Francia, tan posteriores, tan fragmentados, tan distintos de la huella de un país definido por esa fuerte personalidad nacida de la coherencia de una ya viejísima concordia.
¿Es que no ha habido rupturas, discordias, desavenencias? Por supuesto, pero han sido de volumen y alcance muy limitados y, sobre todo, muy recientes. Se ha tratado más que de la realidad, de interpretaciones de ella en los últimos tiempos, casi exclusivamente desde el siglo XIX. Se ha ido sustituyendo la imagen real de la historia española por un repertorio de invenciones dispares, que carecen de coherencia interna, que intenta proyectarse hacia el pasado ejerciendo asombrosa violencia sobre la realidad. Ha existido hasta la "envidia cainita", pero ¿a quién afecta? Casi exclusivamente a sus forjadores. Por debajo de todo ello ha fluido lentamente, con el paso habitual de la historia, una concordia extrañamente apacible, cuyos momentos relevantes han sido las realizaciones de un proyecto histórico variado, creador, regido por la libertad propia de lo humano.
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