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El tratamiento de la mentira

El uso sistemático, organizado y frío de la mentira es, si no me equivoco, el factor capital de corrupción de las sociedades actuales. Los calificativos están cuidadosamente elegidos. La mentira es vieja como el mundo, pero no se habían dado en otros tiempos las condiciones de su ejercicio, aplicación y eficacia que caracterizan la época presente. Los refinamientos técnicos, la inmensa capacidad de organización, la difusión mediante la propaganda, los recursos que parecen inagotables, todo ello ha alterado profundamente la significación y la importancia de la mentira como instrumento de acción colectiva.

Las sociedades actuales parecen extrañamente inermes frente a este fenómeno, cuya gravedad es excepcional. La mentira introduce la perversión en las relaciones humanas, perturba la visión de lo real, confiere una circulación fraudulenta a tesis que nada tienen que ver con la realidad, que quedan invalidadas por la mera visión de ésta. Se trata de una colosal suplantación de lo verdadero por ficciones incapaces de resistir cinco minutos de análisis. Las mentiras, hábilmente seleccionadas y formuladas, ocupan a los ojos de grandes mayorías el lugar que corresponde a lo real si se tiene un mínimo de agudeza visual y respeto a lo que las cosas son.

La mentira a que me refiero no es casual, ni fragmentaria, ni improvisada; por eso es previsible, se puede contar con ella, se la puede anticipar, y esto hace que sea posible una defensa que casi nunca se intenta. Los medios de comunicación, en proporción muy alta, preparan la difusión y el éxito de la mentira, a la vez que ejercen lo que podríamos llamar una anestesia de sus posibles defensas. No creo que sean muchos los hombres de nuestra época que se den cuenta de ello; si se miran bien las cosas se descubre que la difusión, circulación y visión favorable de la mentira están cuidadosamente preparadas, al mismo tiempo que se descartan y tratan de eliminar las posibles defensas. Hay un descrédito previo de lo que puede ser el recuerdo de las interpretaciones verdaderas de lo real, la afirmación de lo que es justificable.

Se podría hablar de un envolvente previo de lo falso, que predispone a su aceptación sin crítica, que disuade de toda rectificación, del rechazo de la deformación voluntaria de lo que las cosas son. ¿Qué puede hacerse? La discusión es inútil, por lo intrincado de los fenómenos y por la absoluta cerrazón de los que mienten y se niegan a tomar en cuenta cualquier razonamiento. Y sin embargo, no parece difícil la mostración de la insostenibilidad de la mentira. Creo que es esencial recogerla, mostrarla, hacer que su contenido quede vinculado a sus autores sin que estos puedan desentenderse de ella una vez que ha cumplido su misión desorientadora. Hay que recordar, con la evidencia y escrupulosidad que permiten los recursos actuales, lo que alguien ha dicho y está dispuesto a olvidar. Lo que hay que hacer no es discutir, argumentar, mostrar la debilidad o nulidad de las presuntas justificaciones, sino enfrentar la mentira con la realidad misma. Habría que yuxtaponer lo dicho por algunos con la realidad misma, que consta, que está ahí, que es indiscutible. No se trataría de enfrentar una tesis con otra, sino la falsificación con la realidad, que no se puede eludir, que es imposible negar. Esto requiere la conservación literal y escrupulosa de lo que se dice con el conocimiento riguroso, sobrio, de lo acontecido. La consecuencia de este cotejo, si se hiciera con fidelidad y rigor -con escrupuloso respeto a la verdad-, conduciría al inmediato desprestigio de la mentira, de los que la forjan, propalan y tratan de imponer. Tras esta operación, que rara vez se hace, nadie podría conceder crédito a los que mienten deliberada y organizadamente, con todos los recursos que pueden allegar. Se trataría de la pérdida de eficacia de la mentira, que goza de gran difusión y un trato increíblemente favorable. Se puede resistir a una formulación teórica, doctrinal, conceptual, de otros puntos de vista, porque siempre hay zonas oscuras y discutibles, y la mayor parte de los hombres carecen de los instrumentos intelectuales para poner a prueba los mecanismos de justificación. Lo que es irrebatible es la presentación de los hechos que se imponen por sí mismos, que forman parte de lo que cada persona tiene que admitir como evidente, contra lo cual no cabe tergiversación. Si se muestra que los enunciados de individuos, grupos, partidos, significan la expulsión violenta de lo que forma parte de la evidencia de cada uno, la consecuencia inmediata es la descalificación del que ha ejecutado esa alteración perturbadora. La fuerza de los que mienten depende de la condición inerme de los que reciben esa fraudulenta interpretación de lo real. Es la realidad misma, mucho más que sus interpretaciones, la que puede llevar a cabo la anulación de la verdad inevitable, inesquivable, que se impone con la mera fuerza de su existencia, del conocimiento que forma parte de la instalación en el mundo de cada uno de nuestros contemporáneos.

Solamente la omisión de ese elemento de la realidad que se impone por sí misma explica el extraño fenómeno de que se pueda admitir, elogiar, a profesionales deliberados y tenaces de la falsificación. Creo que esta operación, tan sencilla, es el instrumento capital para el tratamiento de la falsificación. Es, como era de esperar, el procedimiento más sencillo e inmediato: en lugar de enredarse en argumentaciones expuestas a toda suplantación y tergiversación, que contarían con un rigor intelectual de que carecen muchos, especialmente si llevan largo tiempo sometidos a las deformaciones parciales e interesadas, es más sencillo y eficaz el apelar a lo que ya saben todos, a lo que forman parte de su visión inmediata y espontánea de las cosas, a la evidencia que no pueden sacudir, de la que no podrían "librarse" aunque quisieran.

El tratamiento de la mentira debe consistir primariamente en privar de la visión fraudulenta del que miente; se trataría de dejar a los que falsean la realidad sin el apoyo envolvente de los que favorecen sistemáticamente la suplantación. La realidad misma es la que puede asumir la función de la afirmación de sus derechos irrenunciables.

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