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Azorín en movimiento

La lectura de Azorín ha pasado por muy diversas fases que han afectado a su integridad, configuración y contenido. Durante su larguísima vida de 97 años fue leído sobre todo en artículos de periódico, lo que le dio enorme difusión fragmentaria y una gran popularidad, condicionada por esa forma de lectura. Después de su muerte quedaron los numerosos libros, solo parcialmente accesibles, poco conocidos y no por muchos; andando el tiempo, las ediciones empezaron a ser raras, difícilmente encontrables; sobrevino la funesta "descatalogación", que convirtió en rarezas los libros más frecuentados y habituales; aparecieron finalmente los "disuasores" profesionales de su lectura. Esta es la situación actual.

Pero esto afecta sustancialmente a la visión dominante hoy de Azorín y la hace particularmente inadecuada. No sólo fragmentaria, sino contraria a su sentido; una visión "estática", casi paralítica, sin continuidad. La realidad es estrictamente la contraria: a Azorín hay que verlo en movimiento, como un escritor dominado por la temporalidad, por el cambio, por el dramatismo; lo que puede parecer inmovilidad es otra cosa: el sosiego, la detención, la morosidad en la contemplación.

La obra de Azorín es primariamente narrativa; Azorín fue sobre todo novelista; desde sus primeras novelas, "La voluntad", "Antonio Azorín", con su obra maestra "Doña Inés" (1925), dedicada a Menéndez Pidal, y todas las novelas posteriores hasta el final y centenares de cuentos que jalonaron su larga vida. Pero no esto sólo; el tratamiento de la realidad física, sobre todo española, fue igualmente dinámico: las tierras, los paisajes, los pueblos y ciudades, todo está visto temporalmente, atento al paso del tiempo, a su huella, a su fecha. Esto se extiende naturalmente a los personajes del drama histórico: los autores, las figuras estudiadas, evocadas en su momento, en su situación histórica, en su puesto insustituible. Si se reunieran por su orden los autores evocados y estudiados por Azorín, desde el "Poema del Cid" hasta los muchos más jóvenes que Azorín mismo, se tendría la mejor y más penetrante historia de la literatura española. Ese tesoro espera ahí la atención de los estudiosos, cumplida solo en mínima parte.

Es asombroso el conocimiento que acumuló Azorín de todo lo que fue real en España durante siglos. El conocimiento del teatro es admirable, pero nunca inerte, sino justamente evocado como tal, en su interno dramatismo; la comprensión de lo que significó en cada época, en cada género, en los diferentes autores, da una visión particularmente viva de algo que vuelve a encarnarse, a palpitar, a tener una significación estricta y rigurosamente dramática.

Es decir, aproximadamente lo contrario de lo que se piensa, de lo que circula como una imagen fijada, inmovilizada de este autor, cuya excepcional riqueza se escapa. Azorín ha resultado ser el gran desconocido. Su riqueza es excepcional; trató de un número inmenso de géneros, autores, figuras históricas, épocas; atendió incomparablemente más que todos sus coetáneos a las diferentes dimensiones de lo real. Todo eso está ahí, disponible, interpretado sagazmente, con increíble amor y comprensión, y con ese elemento que podría ser precioso y sin embargo se ha convertido en un estímulo hacia la falsedad, hacia la interpretación errónea: el sosiego.

Azorín no tenía prisa; parece que contaba con un tiempo ilimitado; se recreaba morosamente en la visión de lo real, en su evocación calmosa, lenta, que no perdía detalle. Justamente para salvar y conservar el movimiento, el cambio, el tiempo que pasa y va quedando. Todo eso ha sido poseído por algunos a lo largo de la vida de Azorín y rara vez después. Está ahí como una inmensa posibilidad ofrecida a todos, recibida por muy pocos. La importancia de Azorín dentro de su prodigiosa generación me parece insuperable.

No me gustan las ordenaciones jerárquicas ni las clasificaciones, pero no estoy lejos de pensar que la figura de Azorín es en varios sentidos la más rica y compleja de todo el 98. Frente a su visión abarcadora, de asombrosa riqueza, que no dejó nada fuera, las demás extraordinarias visiones de sus coetáneos parecen inapreciables perspectivas parciales particulares, de preciosa intensidad. Un rasgo esencial de Azorín, condición de esta amplitud única, fue su generosidad ilimitada. Su atención se fijó en todo: paisajes, pueblos, ciudades, fases de la historia de esos pueblos que parecían muertos, llenos de vida soterrada, de los cuales se nutrió su visión y nos permitió poseerlos a los demás; las figuras de la historia, grandes y pequeñas, vistas en su momento preciso, en su perspectiva justa, dando los latidos sin los cuales no entendemos el mundo en que vivieron; la comprensión de las viejas casas abandonadas, llenas de sabor, del sentido de la vida que dejó en ellas su huella. Podemos poseer la historia entera de España tal como aconteció, en su realidad conservada, salvada por la visión aguda, generosa, creadora, que no toleró las muertes sucesivas de los pasos del tiempo.

Veo la obra de Azorín como una enorme posibilidad, como una promesa ofrecida a los actuales, a los que tenemos ante nosotros un horizonte amplísimo, insospechado, que no renuncia a ningún aspecto de nuestra realidad de casi dos milenios, de aquello de que estamos hechos, de donde venimos, de lo que somos. En ninguna parte se ha conservado con tanta vivacidad, con tanta fidelidad, lo que la totalidad de España ha sido durante siglos. Azorín no era un hombre genial; quiero decir que no pretendía serlo, ni actuaba como tal. Se limitaba a mirar, a reflejar lo que veía, naturalmente interpretándolo creadoramente, con generosidad que asombra; asombro me produce que escribió un volumen entero sobre la obra de su coetáneo, vecino y amigo Pío Baroja. ¿Quién ha hecho algo semejante? A este tratamiento sometió la realidad casi íntegra de siglos y siglos de España. El resultado es simplemente asombroso. Lo único necesario es poner esa realidad en movimiento y dedicarle una pequeña fracción de la generosidad con que fue contemplada, interpretada, conservada, salvada por Azorín.

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