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Condensación de maldad
EL día 11 de este mes, gracias a la televisión, millones y millones de personas hemos visto acontecer una de las mayores atrocidades de la historia. Apenas creíamos lo que estábamos viendo: hasta tal punto era increíble, inverosímil. Pienso en los centenares de pasajeros y tripulantes de aviones secuestrados, obligados al suicidio, a lanzarlos contra las Torres Gemelas de Nueva York o el Pentágono de Washington, anticipando la muerte involuntaria e inevitable. Estos aviones estaban destinados a ocasionar la muerte de millones de personas inocentes. Todo esto ha acontecido ante nuestros ojos horrorizados e incrédulos.
Se sabe muy poco de este atroz suceso y de lo que hay detrás de él. Me he resistido a hablar de ello para evitar la irresponsabilidad en que muchos han caído, de buena o mala fe, en todo caso sin suficiente justificación. Pero quiero decir una palabra sobre lo que he pensado durante muchos años acerca de la posibilidad de maldad que acecha al hombre y que irrumpe muchas veces si no se está en guardia permanente. Recién terminada la segunda guerra mundial hablé de "la vocación de nuestro tiempo para la pena de muerte y el asesinato" ("Introducción a la Filosofía", 1947). Con ocasión de los ochocientos mil asesinatos de Ruanda escribí aquí mismo un artículo titulado "La maldad existe", porque se hablaba de ello como de una catástrofe, como si fuera equivalente a un terremoto, un incendio, una inundación. Todavía el 2 de agosto de este año publiqué, aquí mismo también, el artículo "Los destructores", en que describía una actitud que engendra una profesión o un conjunto de profesiones dedicadas a la destrucción de casi todo, especialmente si es valioso.
Llevo bastantes años diciendo que los tres grandes problemas actuales son el terrorismo organizado, la difusión universal de las drogas y la aceptación social del aborto, la idea de que es algo lícito, un derecho y hasta un progreso. Y he señalado que estos tres aspectos se han iniciado hacia 1960. Sobre todo ello se ha pensado poco; sobre el tercer punto apenas se ha osado pensar, menos aún hablar.
Ahora se han colmado las medidas, se ha pasado a otro orden de magnitud, hasta el punto de alcanzar un grado difícilmente imaginable. Pienso en la inmensa cantidad de sufrimiento que ha precedido a millares de muertes. Con un desprecio sin igual se ha llevado a ello a tantos inocentes, sin defensa posible, sin tener nada que ver con los siniestros proyectos de un número mínimo pero escandalosamente grande de desalmados.
Todavía no se sabe mucho del trasfondo de este abominable acontecimiento, aunque empieza a vislumbrarse su origen y organización. No puedo hablar de ello por mero sentido de la responsabilidad, pero he querido recordar mi ya antiquísima preocupación por sus raíces, por las tentaciones que acechan al hombre, a las cuales cede de vez en cuando y se deja arrastrar a los últimos grados de perversión. De eso se trata, y es menester bucear en esos fondos oscuros para conocer lo que es posible y algunas veces se realiza. Conviene tener presente el absoluto desprecio de lo humano que ha hecho posible estos siniestros acontecimientos. Todo ha sido meticulosamente, diestramente preparado y realizado. Financiado con inaudita largueza, previa adquisición de técnicas complejas para poder llevar a cabo la empresa, con todos los apoyos necesarios, con una sincronización perfecta, digna de la investigación científica o de la industria más refinada. Todo eso que supone cooperación de fuerzas importantes, que disponen de riqueza, técnica y organización, al servicio del mal en grado supremo. Esto es lo que resulta evidente, lo que es ya evidente, a reserva de que sigamos haciéndonos preguntas decisivas. Creo que ese núcleo que ya conocemos es lo más importante, lo que hay que tener presente para toda indagación ulterior. Sería un gravísimo error olvidar todo esto y quedarse en lo mucho que falta por averiguar. Hay que intentar comprenderlo desde sus abismales raíces, donde está la clave de todo lo demás.
La conmoción que estos hechos han causado es esperanzadora. Inmensa porción del mundo se ha sentido afectada, herida, y ha reaccionado de manera sana, digna, humana. No pasemos por alto las excepciones, que nos advierten de que el peligro sigue ahí, de que no se puede confiar enteramente. Los peligros son muchos; espero que especialmente para los culpables. Pero me ha complacido oír de labios del presidente Bush una advertencia a favor de los musulmanes y árabes de los Estados Unidos, la garantía de que no van a recibir ninguna consecuencia negativa de estos sucesos; su afirmación de que no pueden peligrar las libertades que han sido y son el núcleo de la vida de los Estados Unidos. Es evidente que en estos sucesos y en algunas reacciones a ellos late un manifiesto odio a lo que significan los Estados Unidos. Aparte de la envidia y el rencor contra la excelencia, no hay que olvidar que ese país ha impedido el triunfo del dominio hitleriano y del soviético. Los partidarios de uno o de otro, o de los dos, no lo han perdonado nunca. Si se mira bien, se descubre la añoranza de ambas tiranías. Y esto no se ha extinguido, y rebrota con mil síntomas en la primera ocasión.
Ahora se ha llegado a otra escala, a algo de magnitud incomparable. La consternación mundial está justificada. Debería también multiplicarse la atención, el rigor del pensamiento, la serenidad para entender e indagar. Debería extraerse de este espanto sin precedentes la decisión de entender, de saber dónde estamos, qué es posible para bien y para mal. Los Estados Unidos enterrarán a sus muertos, los más injustos de su historia; restaurarán lo destruido; seguirán viviendo, prosperando, velando por un mundo en el cual son decisivos. Creo que ejercerán la moderación que debe acompañar a la energía. Confío en que no pierdan en ningún momento la clarividencia. El presidente Bush, al recordar que tiene un deber que cumplir, ha proclamado su condición de persona capaz de querer. Lo ha dicho con una expresión coloquial, reveladora: "I am a loving guy". Confiemos en ello.
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