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Creo en el hombre

Tras el terror cainita de las torres de Manhattan, todas las gentes de bien, mayoría abrumadora en el mundo, se han echado a llorar, a temblar, a rezar y a pensar. Y cada cual conjuga a su manera esos cuatro verbos. La mía es asociar el rezo con la reflexión, a mi escala infinitesimal, dándole vueltas, en dos semanas desde la tragedia, al mensaje moral y a los supuestos éticos que arrastra consigo esta situación sin precedentes. Compruebo, a Dios gracias, que no estoy solo en el empeño y procuro recoger, de acá y de allá, las intuiciones de otros, más certeras que las mías.

Claman al cielo los gritos de las víctimas, las lágrimas de sus deudos, el estremecimiento y la compasión de los supervivientes. Y emerge al mismo tiempo, con tremenda verdad, la cólera de esos mismos, secundada por el clamor mundial (no del todo) por que se haga justicia a las víctimas y se castigue, con duro escarmiento, no ya a los autores materiales de la barbarie, que perecieron todos al perpetrarla, sino a sus siniestros inductores y encubridores, estén donde estén. De todos ellos es santo (¡!) y seña el lúgubre Osama bin Laden.

Establecida, no obstante, la prioridad de las víctimas, acudieron por millares a Manhattan los profesionales y los socorristas voluntarios a sumergirse en un infierno de escombros, para sacar a los vivos y a los muertos. Dos semanas ya, cuando lo cuento, de esfuerzos y de sudores hasta la extenuación. Sufrimiento infinito después ante los millares de víctimas trituradas o incineradas allí, que nunca podrán rescatarse. Grandioso contrapunto de heroísmo a la miseria moral de los asesinos y sus inductores. Una ráfaga de bien entre las tinieblas.

Digo eso para levantar mi ánimo y el de otros ante ese pesimismo recurrente que suele asaltarnos a menudo con dudas sobre la bondad de nuestra especie. Aquí mismo, hace unos días (17-IX) definió Julián Marías, con el título "Condensación de maldad", éste y otros acontecimientos o fenómenos de nuestro tiempo, aunque hablando, como le es propio, en clave de esperanza. El cristianismo, y más el catolicismo, profesa con el Concilio de Trento y con el Vaticano II -rara vez se les ve juntos- la primacía radical del bien en los seres humanos, por la creación de Dios, por la redención de Cristo y por el libre albedrío. El mal no es nuestro estado natural. Afirmamos, con la bella marcha fúnebre de los militares, que, aunque muriendo, "no somos carne de un ciego destino".

Con todo, los hechos, siempre tozudos, siguen ahí y el poderío americano no ha perdido un solo instante para identificar a los culpables y movilizar a medio mundo contra ellos hasta lograr su total exterminio. Es ahí donde aflora la preocupación porque la victoria del mundo libre contra el terrorismo destructor de sus cimientos pueda justificarse ante la conciencia mundial y ante la historia, al ser la de la razón contra el atropello, la del Derecho de Gentes contra la furia fratricida y, en términos siempre relativos, la del bien sobre el mal. Bueno es oír, a este propósito, la seria advertencia del Papa: "Que no se dejen dominar por el odio y por el espíritu de venganza, hagan todo lo posible por evitar que las armas de destrucción siembren nuevo odio y nueva muerte y se esfuercen por iluminar la oscuridad de las vicisitudes humanas con obras de paz".

Hasta ahora y que yo sepa los altos responsables americanos no han utilizado la palabra "venganza". Sí la de "represalia" fulminante y vigorosa. Es bastante difícil trazar la línea divisoria entre ambas actuaciones, sobre todo cuando ejerce la segunda el propio agraviado. Es verdad que los Estados legítimos no son personas rencorosas, sino Instituciones representativas y protectoras de individuos. Aun así, prefiero, con mucho, hablar de "hacer justicia aplicando un castigo ejemplar". La que, al interior de cada país, ejercen los tribunales, aplicando el Código penal a los crímenes cometidos en su territorio.

No es juego de palabras distinguir entre venganza, represalia y castigo merecido. La venganza está preñada de odio, la represalia, ojo por ojo, es puro talión; la justicia, en cambio, lleva consigo la vindicación de las víctimas inocentes, el castigo de los culpables, la reimplantación del Derecho y el escarmiento para otros criminales.

Como elementos a tener en cuenta en esta situación, sin precedentes comparativos, creo que ha de incorporarse al juicio moral sobre ella el dato de que el Gobierno americano, tras graves y complejos acuerdos diplomáticos, se va a ver acompañado en el contraataque, junto al consenso unánime de las Cámaras legislativas y el plebiscito de la población americana, por el firme respaldo, aunque siempre con matices, de todos los países de la OTAN y de la UE, amén de Rusia y otros estados vecinos de Afganistán, hoy en el ojo del volcán. No todo es tan sencillo y transparente, como he dicho, en esta respuesta conjunta a los aviones suicidas; mas, no sería acertado reducirla, ni en lo jurídico ni en lo ético, al brutal manotazo de un Estado guardián.

Me desconcierta el clamoroso silencio de la ONU en esta coyuntura. ¡Cuánto favorecería el respaldo de la comunidad mundial, tanto al castigo ejemplar de estos crímenes, como en la erradicación posterior, concertada y perseverante, de los focos terroristas del planeta! Por esa vía quedaría abortado en su raíz cualquier remedo de "Cruzada", que demonizando al Islam nos llevaría a un choque demencial de civilizaciones.

No soy tan voluntarista ni utópico como para ignorar que los fanatismos étnicos y religiosos, en cuyos caldos de cultivo germinan estas atrocidades, tienen por escenario países de extrema pobreza y pueblos sojuzgados por el colonialismo de antaño o la globalización de hoy. Persisten y crecen las distancias abismales entre pueblos y pueblos, continentes y continentes. Hay que ahondar en "los problemas de fondo" de un mundo injusto, en los términos, siempre penetrantes como suyos, que acaba de exponer aquí (20-IX) Olegario González de Cardedal.

¡Ay, si la tragedia neoyorquina abriera paso de verdad a un nuevo orden mundial de rostro humano y solidario! El Occidente libre, rico y, en última instancia, cristiano del que formamos parte, se pondría a la altura de los "Momentos estelares de la humanidad" que relató Stefan Zweig en un libro muy bello. Sustituyendo a las gemelas de Nueva York se alzarán nuevas torres, sin el orgullo babélico, sobre la redondez del planeta. Jamás derribarán los aviones suicidas las cumbres cimeras de la mente humana, ni arrancarán de cuajo el corazón de los hijos de Adán. Esa figurita de barro, sobre la que Dios exhaló su aliento, haciéndola imagen propia, libre, inmortal y capaz de adorarlo. Creo en el hombre.

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