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Hace un siglo
Hace exactamente un siglo, en 1902, se publicaron unos cuantos libros representativos: "Amor y pedagogía", de Unamuno; la primera novela de Azorín, "La voluntad"; "Camino de perfección", de Pío Baroja; "La sonata de estío", de Valle-Inclán, a la que pronto seguirían las otras tres; "Rimas", de Juan Ramón Jiménez. No fue mal año.
Pero no es esto solamente. Me conmueve recordar los últimos años del siglo XIX y los dos o tres primeros del XX. Todavía escribía Valera: su última novela "Morsamor" y los inteligentes y "muy civilizados" artículos que publicó hasta 1905. Por supuesto, y con gran pujanza, Galdós; también Joaquín Costa; y Menéndez Pidal, autor de importantes libros de filología e historia, y de la edición de 1900 del Poema del Cid, que guardo en mi casa, muy anterior a la de 1908, con extensos comentarios. También escribía Maragall, y muy pronto habían de aparecer los dos hermanos Machado, Manuel y Antonio. Unamuno llevaba muchos años escribiendo; sus ensayos "En torno al casticismo" y su prodigiosa novela "Paz en la guerra". Todos estos autores convivían en España y en las librerías. Rubén Darío vertía su lirismo en la poesía y se ocupaba de los problemas españoles en libros de prosa, como el miembro que era inconfundiblemente de la Generación del 98.
Los olvidos, las omisiones y en todo caso las divisiones más o menos arbitrarias han hecho que se desdibuje la continuidad de unos cuantos años decisivos en la frontera de los dos siglos. Por supuesto, con diferencias importantes, con un cambio de generaciones, con diversidades de enfoque, de proyecto histórico, de estilos literarios. Lo que se ha perdido de vista es la continuidad, el hecho de la convivencia en la misma España, en la misma realidad y los mismos problemas, de gentes cuya diversidad es precisamente el factor de riqueza que interesa retener.
Continuidad y diversidad son los rasgos de la vida histórica. Si se renuncia a uno de los dos, la confusión es inevitable. Ha habido, y de vez en cuando reverdece, una especie de "patriotismo exclusivista" de las generaciones, escuelas, tendencias. Esto ha llevado a un sistema de descalificaciones que entorpecen la comprensión de la realidad histórica. Se olvida que después de los grandes acontecimientos, las gentes suelen hacer lo mismo que habían hecho la víspera. El fecundo concepto unamuniano de la "intrahistoria" es precioso, con la condición de que no se piense que consiste en la eliminación de la historia sino, por el contrario, en su interioridad. Unamuno hablaba de los "bullangueros de la historia", como un regimiento que entra a caballo en un lugar, mientras los habitantes siguen calladamente sus faenas cotidianas.
La descalificación de la Restauración fue consecuencia de esa actitud. Hoy vemos con claridad que fue un error. Algunos historiadores actuales, como Carlos Seco Serrano, han mostrado con evidencia sus valores, en modo alguno desdeñables, y sin los cuales no se entiende lo que ha acontecido después. Los españoles nacidos a la vida histórica después del 98 representaron una singular y admirable innovación, pero se nutrieron de lo que habían sido los decenios anteriores, y sin ellos no hubieran sido posibles. El simple recordatorio de unos cuantos nombres propios y títulos de libros basta para esclarecer lo que realmente fue ese periodo de poquísimos años de transición entre los dos siglos. La cuestión es que hay que tenerlos presentes. Y como la vida humana es futuriza y se cuenta desde los proyectos, conviene traer al presente la lección que se obtiene al recordar en su integridad lo que fue aquel momento histórico.
El conocimiento de nuestra historia ha avanzado asombrosamente en unos cuantos decenios. Hay que recordar lo que se sabía, y sobre todo lo que no se sabía, en épocas relativamente recientes. La Edad Media fue iluminada de manera decisiva por la obra de Menéndez Pidal, desde sus "Orígenes del español" hasta "La España del Cid", el prodigioso estudio sobre el Compromiso de Caspe y tantas cosas más. El siglo XVIII había sido muy mal conocido; cuando decidí ocuparme de él en estudios sobre Jovellanos, Moratín y otros autores desde 1960, y cuando publiqué "La España posible en tiempo de Carlos III" en 1963, eran contados los libros españoles o extranjeros con adecuada visión histórica de conjunto. Los avances desde entonces son casi increíbles, y hoy se conoce incomparablemente esa época tan interesante y rica, que había permanecido casi enterrada en el olvido. Podemos decir que el siglo XVIII forma hoy parte de nuestra realidad, se ha incorporado a la visión de lo que hemos sido y, por tanto, somos. Esto ha sido posible gracias al esfuerzo tenaz e inteligente de unas cuantas personas, dentro de España y fuera de ella.
Los peligros de olvido y discontinuidad permanecen. En los últimos años se ha producido una tendencia a la fragmentación exclusivista de la realidad española en su conjunto, en nombre de visiones fragmentarias, parciales y que suelen ser partidistas; es decir, que renuncian a toda posible intelección. Cuando se aíslan los fragmentos de una realidad compleja, riquísima, unitaria, sin asomos de centralismo, que es cosa bien distinta, se renuncia a entender. Sobre todo, se hace imposible entender las fracciones arbitrarias que se establecen en su aislamiento. Este es un peligro evidente que están corriendo porciones de España afectadas de una singular voluntad de no entender nada. Temo que pronto esto va a resultar evidente y va a afectar a la realidad misma de las porciones que sucumban a esa tendencia suicida. Los grados de ésta son muy variables, en algunos casos no pasan de una epidermis ligeramente grotesca, en otros casos revelan una dolencia profunda, peligrosa, de la cual no es fácil escapar.
Temo que si no se ve esto con claridad se anule la admirable elevación del nivel general de los españoles y se produzcan desigualdades innecesarias, injustificadas, que pueden comprometer el porvenir de algunas porciones irrenunciables de nuestra realidad. Lo real es inseparable de sus interpretaciones; si éstas son falsas, lo perturban y lo hacen incomprensible. Los esquemas aplicados a lo que estaba sucediendo hace un siglo nos hicieron perder de vista lo que las cosas eran. Traslademos esta cautela al mundo en que vivimos un siglo después.
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