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Las cosas que se esperan
El hombre es proyectivo, futurizo, orientado hacia el futuro. Esto quiere decir que su vida consiste fundamentalmente en esperar. Esperar, ¿qué? Seguir, seguir viviendo, imaginando quién se quiere ser, quién se pretende ser. ¿Hasta cuándo? La vida tiene un término, la muerte; el hombre sabe que tiene que morir, pero esto en el fondo le parece inverosímil, inaceptable. La pretensión de perduración indefinida, de inmortalidad, es universal en distintos grados y en diversas formas. Es lo común a todas las religiones, en una forma o en otra, porque si el hombre se acaba, se extingue, la religión carece de sentido.
Por eso me parece una refinada crueldad el intento de despojar de la esperanza a las personas, principalmente a aquellas que apenas pueden esperar nada en este mundo. Viejos, solitarios, enfermos, pobres, con defectos que entorpecen la vida, tienen tal vez la esperanza de seguir viviendo mejor, de un modo vividero, acaso incomparablemente superior a lo que han conocido. Y los que han gozado o gozan de una vida relativamente satisfactoria, cuyo valor conocen, en un mundo sustancialmente bueno, con personas amadas, aspiran a la continuidad de todo eso, a su incremento y perfección.
Siempre ha habido algunas personas que han desesperado, que han sentido la zozobra de la posible extinción. Han dudado, han desconfiado de la posibilidad de seguir viviendo siempre, y esta falta de esperanza ha minado su fe. "La fe es la sustancia de las cosas que se esperan, el argumento de las que no aparecen". Esas personas han lamentado su desesperanza, han intentado combatirla, en todo caso han procurado no comunicarla a otros, incluso han velado por mantenerla y sostenerla entre los demás. Un ejemplo de ello es la admirable novela de Unamuno "San Manuel Bueno, mártir", en que el sacerdote don Manuel, que no acaba de esperar, deja que los fieles recen por él el Credo, y al llegar a "la resurrección de la carne y la vida perdurable" deja que los demás cubran su silencio, "y era que él se callaba".
A la esperanza, fundamento de la fe, se añade, de modo eminente en el cristianismo, el amor. Esta palabra, en sus varias formas y usos, se repite constantemente en el Nuevo Testamento, en proporción incomparable con ningún otro texto conocido, ni siquiera el Antiguo Testamento. El amor es lo que da su sentido más profundo a la esperanza de inmortalidad. Cuando se ama verdaderamente a algunas personas, su desaparición es inaceptable. Se necesita que sigan existiendo para seguir siendo amadas. El afán de inmortalidad, lejos de ser egoísmo, como a veces se ha reprochado a Unamuno, es lo contrario: la forma suprema de altruismo, la afirmación de los demás. La inmortalidad de uno mismo es simplemente un caso más, la condición para que todo eso tenga sentido.
Ha habido un momento en la historia, que se puede fijar en el siglo XVIII y en algunos países, en que se ha engendrado una actitud que antes no había existido: lo que podríamos llamar el "proselitismo de la negatividad". Ha habido grupos de personas, equipos bien organizados, que han tratado de arrancar la esperanza a los demás hombres. Habría que preguntarse en serio si ellos mismos la habían perdido, si su actitud no era en el fondo un juego, una táctica, una inmensa frivolidad. Ha parecido "distinguido", selecto, superior, no esperar, dar por supuesto que la vida termina con la muerte biológica, y no hay más. Esta actitud se ha transmitido, de muy diversas maneras, a lo largo de los últimos siglos, con diversos pretextos, con una variedad de propósitos, desde ciertas fechas, marcadamente políticos. Se han identificado algunas posiciones, en principio lícitas y aceptables, con la premeditada destrucción de algo que ha sido siempre uno de los resortes capitales de la vida humana, de los que han permitido superar las dificultades inherentes a todas las personas, en cualquier lugar y condición que vivan.
Si se hicieran cuentas, quiero decir si se hicieran bien, se descubriría que estas actitudes han sido causa principal de la infelicidad de millones de personas. Sería menester medir la inmensa diferencia entre vivir con esperanza, aunque sea inquieta, dudosa, vacilante, con un fondo de perplejidad, a vivir sin ella. La desesperanza puede llegar a una situación de desesperación, que es la clave oculta de tantas actitudes que no comprendemos, que no acaban de explicarse, que no se justifican sino por el vacío que deja en la vida humana la ausencia de esperanza.
La razón de esto es que se trata de una inversión de la condición misma de la vida. Se la asimila a lo que es radicalmente distinto: las cosas. La persona es una realidad esperante, aspirante, que en el tiempo de su vida terrenal imagina y elige lo que desea ser siempre. A veces me he preguntado por qué Dios nos ha hecho vivir en este mundo, entre tantas dificultades y riesgos, en lugar de situarnos directamente en el paraíso. Me he respondido que se trataría entonces de otra especie, de otro tipo distinto de realidad. El hombre, en su vida terrenal, en la que llama "esta vida", imagina, inventa, trata de realizar su propia realidad, la que le parece deseable, valiosa, con la que puede identificarse. De ahí la necesidad de que esta aspiración se cumpla. La renuncia a ella implica la abolición de la misma condición humana, el abandono de lo que le es más propio, de aquello en que propiamente consiste.
Me preocupa hasta qué punto se hacen, por motivos triviales, intentos de destrucción de lo que es consustancial con la estructura misma de la vida humana, sin advertirlo, simplemente cerrando los ojos a lo que con ellos abiertos es absolutamente evidente.
Del director
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