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La experiencia del Otro

La fase actual de un fenómeno milenario, que ha cruzado casi toda la historia, las migraciones, ha hecho que Europa viva una situación que no había conocido durante siglos. Al decir Europa, hay que matizar: se trata primariamente de la Europa occidental, objeto de inmigraciones de una importancia hasta ahora desconocida. De diversas maneras, millares, hasta millones de personas de países ajenos irrumpen en las naciones más representativas de lo que ha sido la Europa moderna.

Estas inmigraciones son de muy diversa índole, proceden de distintos lugares, próximos o remotos, corresponden a varios niveles y estratos de población. Los países que reciben esas oleadas humanas reaccionan también de muy distintas maneras.

Creo que España ha representado desde hace mucho más de un milenio una situación excepcional, distinta de los demás países europeos y que podría tener singular valor en este siglo XXI que acaba de empezar. Me refiero a la experiencia del Otro, fenómeno que estudié con detenimiento en "España inteligible", en 1985, mucho antes de la invasión presente. Desde la invasión islámica -minoritariamente árabe, principalmente beréber- del año 711, que dio al traste con la Monarquía visigoda, la España cristiana, reducida inicialmente a la franja septentrional del territorio, principalmente Asturias, convivió durante los largos siglos de la Reconquista con una variedad humana profundamente distinta por su religión, lengua, historia, costumbres, formas de vida. Toda la Edad Media, desde el siglo VII, ha sido un duelo entre la Cristiandad y el Islam; pero en España esto aconteció "cuerpo a cuerpo", es decir, en convivencia, lo que faltó en los otros países. Esto produjo un intercambio que dejó huellas profundas en la lengua, en la arquitectura, en los usos agrícolas, en relaciones múltiples de imitación, amor, rivalidad, con reflejo importante en la literatura. A esto llamo la "experiencia del Otro", complicada en ambas porciones de España, la cristiana y la musulmana, con el fermento judío bien visible en ambas.

Adviértase que la Reconquista no significó aceptación de lo islámico como en todo el Norte de África desde el siglo VII hasta hoy y quién sabe hasta cuándo, ni fusión alguna. Los cristianos se mantuvieron fieles a su fe, a la "España perdida", a la Monarquía visigótica que se trataba de restaurar. Este enorme hecho afectó a la convivencia, a la experiencia vital de formas de vida bien distintas, conocidas, estimadas, resistidas. En ningún otro país europeo se produjeron situaciones parecidas.

Otro condicionó la manera de ser y vivir de los españoles. Creo que esto fue lo que hizo posible el Descubrimiento de América, su colonización, el injerto que se operó desde fines del siglo XV, extendido en pocos decenios a la casi totalidad de la América que va desde México hasta el extremo Sur, salvo el Brasil, en que Portugal realizó una operación semejante, aunque no exactamente igual. Los españoles habían sido preparados desde fecha muy remota para tratar con formas distintas de humanidad, de manera amistosa, admirativa u hostil, pero siempre personal, sin perder nunca de vista que se trata de convivencia entre personas.

La forma más profunda de esa convivencia, la dimensión biológica pero ciertamente humana del injerto, fue el mestizaje. La América hispánica ha quedado llena de descendientes de españoles, de millones de indios, de todavía más millones de mestizos. Creo que esta experiencia histórica, única por su magnitud, podría servir de orientación y guía para los países europeos que ahora están afectados por la llegada a sus tierras de millones de hombres diferentes de ellos y muy diversos entre sí. En la mayor parte de los casos, los inmigrantes tienen poco o nada que ver con los países que los reciben. También sucede esto en España, pero con una inmensa excepción: los inmigrantes procedentes de la América hispánica no son ajenos, no son extraños, no son "el Otro". Son españoles como nosotros, españoles de ultramar, con nuestra lengua común, con multitud de usos lingüísticos, sociales, de convivencia cotidiana; un fabuloso privilegio del que carecen las demás naciones de Europa. Pienso en ellas, en la posibilidad de que aprovechen esa experiencia española que no conocen bien, que acaso no comprenden del todo, porque nuestras historias han sido diferentes. Se puede aprender de la experiencia ajena, la historia entera es una serie de enseñanzas y aprendizajes de lo que han ido haciendo pueblos y culturas que se han sucedido, que han convivido, que han dejado huellas aprovechables en los demás. Ha habido una impresión habitual de que las naciones europeas estaban "en casa", relativamente ajenas unas a otras, propensas a complacerse en sí mismas, a desconocer y desdeñar a los demás. No se puede olvidar el hecho inmenso que desde comienzos del siglo XIX Europa como tal se ha desgarrado en tremendas guerras destructoras, en que se ha negado progresivamente al Otro. Se dirá que en Europa se ha luchado siempre; es cierto, pero se trataba de guerras menores, parciales, que afectaban poco a los países como tales, y por supuesto poco o nada a su admiración mutua, a la convivencia en una unidad superior. Quizá la única excepción anterior haya sido la Guerra de los Treinta Años. Es posible, es probable que una experiencia suficiente del Otro hubiera hecho imposibles las grandes guerras del siglo XX y los movimientos demenciales que en gran parte las han suscitado y potenciado. El papel de los nacionalismos, más o menos velados, en algunos casos estridentes y devastadores, ha sido enorme. En los albores de este siglo XXI habría que volver los ojos a la larguísima experiencia española, dominada por la interpretación personal de todo lo humano. Tal vez esto podría hacer llevadera, acaso fecunda, la irrupción de otros hombres, de otras personas, en el área de la Europa occidental. La dificultad principal es que los vientos dominantes no apuntan a lo personal, sino a un extraño olvido de lo que es ser persona, a una anacrónica recaída en la visión de los hombres como cosas.

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