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La Argentina: cincuenta años

Hace exactamente cincuenta años, en 1952, de mi primera llegada a la Argentina. Entonces se inició la extraña amistad de una persona con un país, que ha durado hasta hoy. He visitado tantas veces ese país, que hace mucho tiempo perdí la cuenta. He seguido, durante medio siglo, las vicisitudes de la sociedad argentina, siempre con enorme interés, con admiración, con preocupación, en ocasiones con dolor. He escrito mucho sobre la Argentina y algunas figuras importantes suyas. Acaso un tercio de mi extenso libro "Hispanoamérica" está dedicado a ese país particular. En 1982 escribí desde Washington una larga serie de artículos sobre la guerra de las Malvinas, para mí especialmente dolorosa por la admiración y simpatía hacia las dos naciones implicadas: un gran esfuerzo por ser justo, que puedo releer al cabo de veinte años.

Al año siguiente, 1983, saludé con alborozo el cambio recién operado en un artículo titulado "La Argentina hacia la democracia". Era la promesa de un regreso a la plena normalidad, a los usos requeridos en el mundo occidental, cumplidos por desgracia solo en contadas ocasiones. Era un artículo lleno de esperanza, pero con sombras de preocupación. Recordaba que era menester partir de 1973, de aquella tremenda etapa en que se intentó convertir a la Argentina en una inmensa Cuba, lo que hubiera repercutido sobre todo el Continente Sur. Advertía que era imperativo evitar toda visión parcial, tendenciosa, falsa; todas las omisiones que podían ser la tentación de aquel momento.

Siempre he creído que solo se puede construir sobre la verdad, porque es coherente, resplandeciente aun cuando es dolorosa; la falsedad por el contrario es en sí misma destructora, incoherente, incapaz de edificar nada valedero y estable. Al cabo de tanto tiempo, esas sombras se han consolidado. Esfuerzos desde dentro y desde fuera de la Argentina han hecho que se desdibuje el panorama de su historia reciente. Hechos de enorme importancia han desaparecido, si no de la memoria colectiva, sí de la memoria pública. Sucesivas capas de olvidos, desfiguraciones, falsedades, se han ido acumulando durante años, hasta el extremo de que es casi imposible restablecer la verdad.

La Argentina atraviesa en estos momentos una grave crisis, principalmente económica, creo que exagerada por los "medios de confusión" y en parte artificial. No soy competente en cuestiones de economía, no he seguido de cerca la política argentina, no puedo calcular y valorar los errores que se hayan podido cometer. Pero creo que la raíz de la mala situación actual de la Argentina, por otra parte relativamente reciente, después de fases de indudable avance, reconciliación y prosperidad, va más allá de las vicisitudes de la economía, de los posibles casos de corrupción, y se encuentra en lo que antes he dicho.

Echo de menos que voces argentinas con autoridad intelectual y moral se enfrenten claramente con el problema. Sé que es difícil remover ese proceso de desfiguración, que rebasa los límites del país y depende de otros intereses, de otras actitudes, como sucede con casi todo lo que acontece actualmente en el mundo. Pero la salvación solo puede lograrse con un restablecimiento pleno de la verdad, por penoso que sea admitirla y tratar de que impere.

He tenido siempre confianza en la vitalidad de la sociedad argentina -hace mucho tiempo escribí un artículo titulado "Por qué me gusta la Argentina"-, en el alto nivel personal, intelectual, imaginativo de sus habitantes. No se me oculta que hace mucho tiempo, antes de mi conocimiento, la Argentina había dejado de ser el espléndido país, lleno de promesas y posibilidades, que había sido desde fines del siglo XIX hasta el primer tercio del XX. Pero después de una fase de errores, de mala inteligencia entre dos fracciones argentinas, la más antigua, que había hecho el país y gozaba de privilegios, y la más reciente, que reclamaba su puesto, se había llegado a una evidente aproximación entre las dos: la primera ya sin privilegios, la segunda con crecientes posibilidades, y había llegado la hora de la final reconciliación, de la apertura de un amplio horizonte de convivencia, crecimiento y maduración.

¿Es esto posible? Ni a los individuos ni a los pueblos se les dan regaladas las cosas valiosas. Es menester imaginarlas, desearlas, conseguirlas con un esfuerzo continuado. Hay que apelar a lo más profundo, a aquello en que propiamente se consiste: una vocación personal, un proyecto histórico.

Esto requiere esfuerzos, tal vez penosos, inteligentes y continuados. Hay que echar mano de las posibilidades existentes, de los recursos de toda índole. Hay que ser exigente, implacable con la mentira; hay que estar siempre dispuesto a volver a empezar. En el Padrenuestro se pide a Dios que no nos deje caer en la tentación; los hombres y los pueblos están acechados por múltiples tentaciones; en Europa y en otros lugares hemos asistido al espectáculo de pueblos ilustres que han cedido a diversas tentaciones y han tenido fases de locura colectiva, apenas creíble. Las tentaciones pueden ser internas, con gran frecuencia vienen del exterior. En todo caso, se puede resistir a ellas, lo que quiere decir que son evitables. Creo que la Argentina tiene una inmensa riqueza en su suelo y en sus habitantes. Si echa mano de ella, si la utiliza con lucidez y energía, saldrá adelante y podrá recobrar, a otra escala y en otras formas, la esplendidez y solidez de que gozó en unos cuantos decenios favorables, cuyas huellas visibles existen en esa gran ciudad que es Buenos Aires y en otras muchas que en los últimos decenios han ido siendo también grandes y llenas de promesas.

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