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Mirar hacia atrás

Cada vez que la televisión nos brinda testimonios visuales de manifestaciones de protesta, especialmente de jóvenes "estudiantes" contra las reformas de la educación y la enseñanza, se ven invariablemente los mismos símbolos: grandes retratos del Ché Guevara, banderas de la Unión Soviética con la hoz y el martillo, y una multitud de banderas tricolores republicanas, con la franja morada que se agregó en 1931 a la bandera española hasta entonces. Todo ello tiene en común pertenecer al pasado; parece extraño que sirva para reivindicaciones que deberían orientarse hacia el porvenir. Son símbolos que caducaron hace mucho tiempo, tras considerables fracasos que más bien deberían relegarlos al olvido. Parece extraño que se los invoque como emblemas de futuro.

Ciertamente la revolución cubana, con otros personajes, perdura con la misma dictadura desde enero de 1959; esa perduración invariable es muestra de que algunas dictaduras son en su intención "para siempre". No parece que eso sea motivo de esperanza. La Unión Soviética también pertenece al pasado y ha dejado una impresionante huella de sufrimiento y fracaso, bien visibles en sus consecuencias actuales. En cuanto a la bandera republicana, fue un error de la República el cambiar la bandera nacional a causa de un mero cambio de régimen político. Su vigencia duró cinco años, más los tres de la guerra civil en una de las dos zonas beligerantes. Fui soldado en el Ejército de la República, origen de una larga serie no conclusa de sinsabores a lo largo de tantos decenios. Pero puedo asegurar que esa bandera no fue demasiado usada ni respetada, y que fue manifiestamente pospuesta a otras estrictamente políticas: la roja y la roja y negra anarcosindicalista.

¿Por qué todo eso vuelve a simbolizar las promesas que se ofrecen, muy especialmente a la juventud? ¿Quién sugiere esos símbolos, los impone, los realiza, los financia? No se sabe; por lo menos, yo no lo sé, pero creo que hay que preguntárselo.

La continuidad histórica es condición esencial de la fecundidad; pero continuidad quiere decir precisamente necesidad de continuar. Hay que apoyarse en el pretérito, poseerlo y seguir adelante. Lo que no parece acertado es extraer algunos momentos aislados de ese pasado, que nunca fueron prometedores, que han experimentado rectificaciones de inmenso volumen, y tratar de inyectarles nueva vida. Por supuesto, una vida ficticia, insostenible.

Los jóvenes que desfilan y gritan bajo esos símbolos no los han vivido, no saben nada de ellos. En algunos casos, ni siquiera sus padres: habría que remontarse a sus abuelos para que tuviesen alguna realidad, algún vigor. ¿No es esto extraño e inquietante? Se comete un acto de arcaísmo, lo contrario del mantenimiento de una tradición viva. Todo parece deliberado, planeado, artificial. No responde a nada real, actual. Hay que vivir en el presente, apoyándose en todo el pretérito, asimilado, poseído, superado, y sobre todo mirar hacia adelante, hacia el porvenir incierto, que hay que imaginar, inventar, intentar realizar.

Lo contrario es una invitación al fracaso; mejor dicho es el fracaso mismo, la renuncia a lo que puede ser el horizonte de la vida. Urge rectificar esas tendencias que, literalmente, no llevan a ninguna parte. La condición de la vida humana, individual o colectiva, es la proyección hacia el futuro; por eso es faena de anticipación, si es posible poética; algo capaz de encender el entusiasmo. Esto no es posible con antiguallas que no ofrecen sino el recuerdo de errores, a veces gravísimos, cuyas consecuencias perduran si no han sido penosa, inteligentemente rectificados.

He elegido esos detalles sin importancia real porque su frecuente reiteración les da una importancia que en sí mismos no tienen. Son señal de una tendencia a lo retrospectivo e inerte, que no augura nada que pueda ser creador. Sería peligroso que esas actitudes se abrieran camino, se convirtieran en algo consuetudinario, lo cual llevaría a una inquietante obturación del porvenir. Sería bueno recorrer la historia reciente de España, de Europa, de Occidente entero, es decir, de la porción del mundo que ha sido siempre capaz de variación, innovación, creación, en proporción incomparable con otras porciones de la humanidad que apenas cumplen con la condición proyectiva que pertenece inexorablemente a toda vida humana.

Valdría la pena mirar desde este punto de vista las proposiciones, las ofertas que se hacen al hombre de nuestro tiempo. Hay que medir a qué se dedica la información en todos los medios públicos de nuestra época: prensa, radio, televisión, y habría que agregar congresos, reuniones, asambleas de todo tipo. Se vería qué porción de invención, de llamada a las posibilidades reales hay en todo eso, y en qué medida se trata de múltiples arcaísmos. La historia se mueve hacia adelante, una vez corregido el automático progresismo que creía seguro durante todo el siglo XIX el avance automático de lo humano. Hemos asistido a demasiados errores, estancamientos, atroces retrocesos de consecuencias larguísimas, en gran parte persistentes. A pesar de ello, creemos que la humanidad avanza, no siempre, con riesgos evidentes que hay que conjurar, que se pueden superar siguiendo hacia adelante, desde el futuro imaginado, anticipado, que nos llama.

Todo lo que va contra la estructura inexorable de lo humano es un inmenso error, que siempre se paga. Hay que vivir en una actitud de alerta, sin dejar de mirar hacia el límite del horizonte, sin permitir que fracciones indeseables del pasado se deslicen fraudulentamente en nuestras vidas y perturben la función intrínsecamente necesaria, sin la cual la vida pierde su carácter propiamente humano, quiero decir personal. No podemos ser meras cosas, ni siquiera organismos; tenemos una realidad corpórea, común a todas las cosas, una animalidad orgánica en la que estamos insertos. Pero esto es sólo el repertorio de recursos con los cuales tenemos que hacer nuestra propia vida, condición de que sea vida y, por cierto, propia, no una imposición de pasados indeseables.

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