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Descontento y motivos
En el breve libro "España ante la historia y ante sí misma (1898-1936)" hay un capítulo titulado "Descontento superior a los motivos". Me refiero al periodo comprendido entre el comienzo de la Guerra Europea (1914) y el de la Dictadura de Primo de Rivera (1923). En ese tiempo se fue gestando en España una actitud de descontento. Había inestabilidad de los gobiernos, sus presidentes duraban pocos meses y se sucedían sin interrupción; se iniciaba un desprestigio de los partidos tradicionales y del sistema parlamentario. Por otra parte, 1917 fue una fecha inquietante: juntas de defensa, huelga general revolucionaria, revolución rusa, establecimiento del gobierno de Lenin y expansión comunista, intervención de los Estados Unidos en la Guerra Europea y comienzo de la derrota alemana. En España, el nivel de vida había aumentado extraordinariamente, favorecido por la neutralidad; el esplendor cultural era extraordinario; la convivencia real era satisfactoria. Había un exceso de descontento mucho mayor que los motivos efectivos.
Me pregunto cuál es la situación en este tiempo. En los últimos dos o tres años se ha producido un inesperado crecimiento de la impresión de descontento. Con la excepción permanente del País Vasco, se goza de una libertad nunca antes alcanzada. El nivel de vida ha logrado límites apenas imaginados: en la Semana Santa se produjeron veintidós millones de "desplazamientos"; veinte mil españoles se desplazaron a Glasgow para presenciar el partido de fútbol; si se hace un cálculo del costo de todo esto, de lo que se han permitido los españoles en un mes, el asombro es inevitable. Hay estabilidad política, garantías de continuidad; la producción intelectual, literaria, artística, es considerable, comparable por lo menos con lo que sucede en el resto de Europa; el peso de España en el mundo es muy superior a lo que había existido desde la invasión francesa de 1808.
Sin embargo es innegable la difusión de un sentimiento de descontento que se ha acentuado últimamente. Hay que preguntarse si hay alguna causa que lo explique. Creo que hay dos, características de este tiempo: la organización y la publicidad. Mi impresión es que el descontento real es sumamente limitado, que en él no participa la inmensa mayoría de la población; que es suscitado, promovido, expresado, por grupos de muy escaso volumen. Si se buscan las conexiones entre los diversos fenómenos de descontento, se descubre que en su mayoría tienen un origen preciso, que son consecuencia de algo ordenado y planificado. Su multiplicación o magnificación viene del poder inmenso de los medios de comunicación -que en considerable número son "medios de confusión"-. Se insiste incansablemente en motivos de descontento en los cuales "no cae" la mayoría de los españoles; reciben las informaciones, los comentarios, en muchos casos con manifiesta sorpresa; la respuesta a ello es infrecuente, pobre, limitada. Poco a poco se produce una difusión vaga de un malestar que no corresponde a la vivencia real de lo cotidiano. Creo urgente restablecer la verdad de las cosas; distinguir, como recomendaba Antonio Machado, "las voces de los ecos". De otro modo se produce una distorsión de la realidad, el comienzo de un posible "estado de error". Desde 1923 hasta el final del decenio de los años treinta, sucedieron en España acontecimientos gravísimos que no hubieran podido preverse y que prendieron en ese ambiente precario e inconsistente de un descontento desproporcionado. Siempre me ha preocupado la idea de que los males son previsibles, pero rara vez se prevén. No se tienen en cuenta los factores que pueden conducir a ellos, que pueden truncar la apacible convivencia, desembocar en cualquier tipo de violencia y fracaso. Los males colectivos suelen tener su origen en un error intelectual. Esto quiere decir que tienen causas no primariamente "reales", sino sobre todo mentales, y que por tanto está en nuestra mano advertir, corregir, superar. A lo largo de la historia, los ejemplos gravísimos se pueden acumular. Es fácil verlos en el pasado; cuando han sucedido, ya no tienen remedio. Hubiera sido posible anticiparlos, conjurarlos, evitarlos, reducirlos a la imposibilidad. Esto requiere algo bastante sencillo: abrir los ojos, mirar, tomar posesión de la realidad, reflexionar sobre ella e imaginar las salidas posibles.
¿Por qué no hacerlo? Hace mucho tiempo hablo de la gratitud que siento por el "infortunio evitado". Es improbable que se sienta gratitud por lo que no ha ocurrido; si se tiene presente esa posibilidad, esa amenaza, se siente alivio, alegría, finalmente gratitud. Pero ese ejercicio rara vez se practica. Dentro de mis posibilidades personales llevo estrechamente la cuenta y abrigo un considerable repertorio de gratitudes. En los últimos veinticinco años se han ido acumulando, con algunos eclipses, con caídas que hay que tener en cuenta, con recuperaciones de la actitud justa, inteligente, responsable. Los motivos de descontento existen y hay que tenerlos en cuenta. ¿Para renunciar a lo que se posee, a lo que es promisor y está al alcance de la mano? No. Para no dejar llegar lo negativo, los retrocesos, la renuncia a las posibilidades, el abandono del porvenir abierto.
La vida consiste en hacer balances justos, no pasar por alto lo que se tiene, lo que falta, lo que amenaza, lo que puede sobrevenir. Ejercer la visión rigurosa y el pensamiento alerta sobre todo ello; no dejarse seducir, engañar, falsificar.
Si se mira bien, es asunto primariamente de salud mental. Tenemos recursos para pensar y valorar las cosas; tenemos libertad para decir y expresar lo que hemos visto y vemos; hace falta una dosis de imaginación para lanzar una mirada al porvenir próximo; hace falta cierta decisión para no renunciar al ejercicio de la libertad existente; múltiples motivos impulsan a refrenarla: eso que se llamaba "respetos humanos" y ahora más bien "políticamente correcto"; el poder avasallador de la propaganda, la timidez para desenmascararla y ponerla de manifiesto. Los descontentos justificados son respetables; el abuso de ellos, su exageración, su extravasación de los límites reales es un error de graves consecuencias, que en su momento se pagan. Lo más respetable es la realidad, con sus fallas, sus defectos, sus riesgos, sin olvidar lo que primariamente es.
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