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Por hacer daño

El poeta Luis Felipe Vivanco murió en 1975. En un acto en su memoria, Dionisio Ridruejo leyó un poema inédito, desolado, cuyas estrofas terminaban con el mismo verso: "Por hacer daño". Este poema revelaba experiencias largas y dolorosas, llenas de amargura. Me impresionó profundamente.

En los últimos tiempos se ha agudizado extraordinariamente el número de actos, anuncios, amenazas cuyo contenido es este mismo: se trata de hacer daño simplemente, no de otras cosas que pueden ser discutibles, incluso inaceptables, pero que tienen otro sentido, no el puramente hostil y negativo que consiste en hacer daño a algo o a alguien.

Desde el 11 de septiembre del año 2001, el ejemplo máximo es el terrorismo. Es la forma más intensa, deliberada y eficaz de hacer daño. No ha conseguido extinguir la libertad, hacerla imposible, pero sí ha privado de espontaneidad, de holgura. Se puede ejercer la libertad, pero siempre con zozobra, a la defensiva, como algo amenazado, en peligro, difícil, que requiere un esfuerzo, en ocasiones heroico.

Pero hay otras formas menos directas, aunque de raíz común, que se podrían llamar "terrorismo mitigado". Son lo que no tiene sentido positivo, mejor o peor, discutible e incluso rechazable, pero cuya finalidad es relativamente independiente de esa hostilidad ciega que lo único que busca es dañar al prójimo, individual o colectivamente. El mundo se ha vuelto tenso, problemático; la vida libre y decorosa, plenamente humana, requiere una difícil tensión, un esfuerzo, un valor que en otras épocas no era necesario. En la nuestra, sin una dosis de valor, no se puede vivir dignamente; la libertad y el decoro se pierden. He comentado mil veces que en español el sentido fuerte de la palabra "valor" es la valentía más que lo valioso; y esto es justo porque sin un mínimo de valor todos los valores se hunden.

Existen innumerables conductas que responden a ese único propósito, que no buscan algo afirmativo, acertado o erróneo, admirable o rechazable, sino que se limitan al propósito permanente de hacer daño. Esto está condicionando el horizonte de la vida en estos momentos, muy especialmente en los últimos años, y ello ha ocasionado una incomodidad peligrosa y difícil de soportar. No se mide bien lo que significa la pérdida de la espontaneidad y holgura, lo que se podría llamar vivir con cierta dosis de inocencia.

Si se hacen cuentas, y a veces es inevitable hacerlas, con la condición de hacerlas bien, hay que preguntarse cuántos y cuáles son los que se dedican casi profesionalmente a hacer daño. Creo que no son demasiados, aunque "cunden mucho", multiplicados por su constante difusión, por la buena prensa de que incomprensiblemente gozan. Su número es reducido, su poder no demasiado grande, su resonancia desproporcionada. En todo el mundo, en formas diversas según los países, su acción se ejerce perturbadoramente y sin que se tenga claridad sobre ello. Creo que es menester identificar ese tipo de conductas, distinguirlas de todas las demás, preguntarse en cada caso de qué se trata, cuáles son las variadas formas de hacer daño. Es la primera condición para saber a qué atenerse, dónde estamos, qué peligros nos acechan, cómo se pueden evitar.

Ese propósito general es absolutamente inadmisible. Con cualesquiera propuestas, ideas, conductas positivas se puede dialogar, se puede examinar, decidir en qué medida son aceptables o deseables, hasta qué punto reclaman corrección. La voluntad de hacer daño es intrínsecamente rechazable, no se la puede tener en cuenta más que para desecharla e impedir que abra su camino.

Pertenece a un género peculiar, distinto de todo lo demás, que en otros tiempos ha sido infrecuente, si acaso un ingrediente parcial de conductas en principio positivas, que se proponían algo concreto. La actitud a la que me refiero implica impotencia, falta absoluta de todo sentido creador, falta de imaginación. Recuerda la espléndida definición que Goethe daba del demonio: el espíritu que siempre niega ("der Geist, der stets verneint". La palabra decisiva es "siempre": se pueden negar algunas cosas algunas veces; el mal es permanente, invariable y monótono.

¿Qué puede hacerse? Ante todo, verlo, enterarse, distinguir esa actitud sistemáticamente negativa de todas las demás posibles. Una vez localizadas esas actitudes, volverles la espalda, no hacerles caso más que en la medida de lo inevitable, no aceptar diálogo con ellas, considerarlas como lo que son, la irrupción de la maldad en la vida humana. Esta tiene derecho a existir, a afirmarse, a seguir imaginando, proyectando, realizando todo lo posible y valioso. Hágase la cuenta de todo lo que simplemente va "contra", lo que no se propone nada real, sino la mera resistencia a ello, la invalidación de todo lo creativo que el hombre puede intentar.

El puesto que lo negativo y hostil ocupa en el mundo actual, acentuado cada año que pasa, servido por organizaciones poderosas, potenciado por el uso ilimitado de los medios de difusión, es evidentemente incomparable con su realidad efectiva, no digamos con su valor, con su importancia. Se trata de un caso insuperable de inflación.

Lo grave es que esto introduce una perturbación de la perspectiva justa, presenta una absurda distorsión de la realidad, concentra la atención en fenómenos mínimos, cuyo alcance real sería desdeñable si se los pusiera en el lugar que les pertenece. Me preocupa de qué se habla en público, qué absorbe la atención de los hombres de nuestro tiempo. Creo que habría que dejar a los negadores, a los opositores sistemáticos de todo lo real, especialmente si es valioso, a lo que su realidad misma merece. La norma del Dante en su "Divina Comedia", "no hablemos de ellos, sino mira y pasa" (non raggionam di lor, ma guarda e passa), es la fórmula justa de una conducta lúcida y sana, que conoce su libertad y la ejerce.

Es imperativo saber qué hay que hacer, y cuando es evidente, hacerlo sin vacilación. No es menos importante saber qué es lo que no hay que hacer, y obrar en consecuencia.

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