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La palabra pública
Lo que se dice para muchas personas, por escrito, o en los medios de comunicación o en las manifestaciones personales pero dirigidas a muchos, la palabra pública, en suma, reclama un tratamiento lleno de respeto, veracidad sobre todo, cordialidad si es posible. Exige además, por supuesto, pensamiento previo: hay que pensar con rigor lo que se va a decir, lo que se puede y debe expresar. Una inmensa porción de lo que se lee o se oye revela ligereza, falta de atención, descuido. Si se pensara un poco no se diría gran parte de lo que oímos o leemos a diario.
Es frecuente la agresividad innecesaria, el desprecio al lector o al oyente; en muchas ocasiones se procura esa agresividad, la hostilidad, el desplante. Es probable que los que se expresan así tengan una formación superior, estudios universitarios, nivel social elevado, y por supuesto económico. La rusticidad podría ser una atenuante, pero lo más frecuente es que no exista.
Lo decisivo, sin embargo, es la veracidad. Se dicen innumerables cosas falsas, en las que no cree el que las dice; no errores sino falsedades deliberadas, voluntarias, que el autor o transmisor conoce. Antes de que empiece a hablar, se adivina que va a mentir, que está esperando que de sus labios o su pluma brote la mentira. Por el contrario, es refrescante y consolador ver que alguien dice lo que piensa, lo que cree, lo que ha llegado a ver y comparte. Los climas que estas dos actitudes provocan son radicalmente distintos y constituyen las posibles tonalidades del mundo en que vivimos.
La falta de responsabilidad, de respeto a la palabra, es de capital importancia y contribuye en inmensa proporción a que el mundo sea peligroso, inquietante, acaso inhabitable. He pensado muchas veces que Hitler no hubiera sido posible con televisión. La fascinación que ejerció sobre inmensas multitudes, hasta el enloquecimiento, fue posible con discursos violentos e incendiarios, con desfiles, estandartes, banderas, música atronadora. En una pequeña habitación, en familia, sentados en butacas, hubiera parecido grotesco, histriónico, energuménico. Las condiciones actuales son bien distintas de las que hicieron posible la fascinación del nacionalsocialismo, su tosquedad intelectual, la exaltación de la zona inferior de la vida humana.
Ha habido otras formas de mentira y engaño, igualmente atroces, pero menos retóricas, menos espectaculares, posibles mediante una previa masificación de los pueblos, la abolición de la personalidad, de la independencia de criterio, de un rebajamiento general de lo que es la condición humana. Hoy resulta evidente que esto era así cuando se ve el estado en que han quedado enormes países que han sufrido esa inmensa y previa degradación del nivel personal.
Habría que cuantificar lo que representan en las diferentes porciones del mundo esas dos actitudes opuestas ante la palabra pública. Las diferencias son enormes, empezando por el hecho de que en gran parte del mundo habitado no existe propiamente una palabra pública, cuya función es desempeñada por fuerzas extrañas, oscuras, de las que apenas tenemos idea y que significan un dificilísimo problema. En gran parte esto se ejecuta mediante la simplificación o una serie de simplificaciones que al hombre occidental le cuesta mucho trabajo entender. La simplificación intelectual, sentimental, religiosa, explica muchos fenómenos que apenas son comprensibles desde los supuestos en que viven los hombres de esa realidad histórica y social que llamamos Occidente. Cuando se habla de un mundo, hay que reconocer que no es uno, sino varios, todos en presencia, con los cuales hay que contar, pero que no se entienden bien, que reclaman un esfuerzo de generosidad, agudeza y rigor que escasean más de lo que se piensa.
Verdad y mentira tienen para nosotros, o deberían tener, un sentido claro. La mentira se prodiga abusivamente, con alarmante frecuencia, con probable impunidad. La verdad es accesible y exigible. Reclama justificación, quiero decir la exhibición de las razones en que se apoya. Cumplido este requisito, la mentira es intolerable. Debería bastar para descalificar al que se la permite, al que la difunde, al que la usa como un arma, como un instrumento de poder. Lo primero que hay que hacer ante la mentira es no tenerla en cuenta, no dejarse perturbar por algo que no tiene realidad, que es precisamente la suplantación de lo real, la traición a lo que existe. Cuando alguien miente, se excluye del diálogo, esa noble palabra profanada a diario, lo mismo que el nobilísimo vocablo paz. Ambas cosas suponen la verdad, la busca de ella, su aceptación, su formulación pase lo que pase, con una implacabilidad justificada por algo tan importante como el respeto a la realidad.
Nada es más necesario que un saneamiento de la convivencia, y ésta se funda en lo que se dice, en la palabra pública, que es en nuestro tiempo el envolvente de nuestras vidas. Vivimos en un ámbito dominado por la expresión, por la palabra difundida de mil modos, con la cual hay que contar la integridad de cada día y todos los días; el origen de casi todos los aciertos y de los males es el grado de reconocimiento y manifestación de lo que las cosas son, y más aún de las personas. El curso de la mentira es el peligro más grave del siglo que está empezando. Y digo esto porque su comienzo ha coincidido con un desbordamiento deliberado y bien organizado de la mentira. Hay que enfrentarle una afirmación enérgica de la verdad; no basta con darla por supuesta, con confiar en su evidencia, en su carácter constructivo y su posibilidad de edificación. Es menester una expresión también organizada, coherente, de las verdades que se poseen o se necesitan y hay que buscar; una intolerancia absoluta frente a la mentira que se difunde con destreza y grandes recursos. Como la mentira no tiene realidad, ya que es su suplantación, el remedio contra ella es primariamente hacerle el vacío, no permitirle invadir la atmósfera que respiramos. Hay que distinguir las voces y los ecos, la palabra pública que refleja lo existente o lo investiga y aquella otra que nos priva de ello y lo sustituye por imágenes falsas y destructoras.
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