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Y la otra apariencia

La vida humana es siempre personal, pero la colectiva, social, política, económica, omite algunos rasgos, los olvida o desatiende, incluye alguna dosis de despersonalización. Por el contrario, la vida individual, inmediata, cotidiana, está inmersa en su propia condición íntegra. El "hombre" existe en dos formas, varón y mujer, en esencial referencia mutua. La condición sexuada, mucho más amplia y radical que lo sexual, es la realidad misma humana. Lo tomé filosóficamente en serio en "Antropología metafísica" (1970); desde entonces, esta visión no me ha abandonado, la he explorado y desarrollado en una larga serie de libros: "La mujer en el siglo XX", "La mujer y su sombra", "Breve tratado de la ilusión", "La educación sentimental", "La felicidad humana", "Mapa del mundo personal", "Persona"... Como lo humano es expresivo, proyectivo, uno se encuentra con las dos formas de apariencia, con dos variedades de rostro. El cuerpo es decisivo, pero se contrae y expresa en la cara; en ella está presente no sólo toda la corporeidad, sino la persona misma. Así vivimos, así entendemos toda la realidad humana, desde la doble perspectiva irreductible. Se me permitirá que mire las cosas desde la perspectiva que me es propia, dejando que otras personas exploren la realidad desde el otro punto de vista. La tendencia reciente a la naturalización, que suele desembocar en la cosificación, ha hecho que en nuestro tiempo haya perdido importancia el rostro, la cara humana, sin advertir qué es lo decisivo, porque allí se manifiesta la totalidad. Para el varón, durante siglos, ha sido motivo de perpetua atención, en muchos casos de entusiasmo, el rostro de la mujer. Es incalculable la suma de placer, en ocasiones de felicidad, que esto ha supuesto para la mitad de la humanidad.

La variedad del rostro femenino es extraordinaria; se mueve en articulaciones raciales, geográficas, con diversos lenguajes, con escritura en alfabetos diferentes, no siempre fácilmente legibles. Cuando se consideran esos rostros en formas no habituales, en principio ajenas, hace falta una labor de "traducción", poco accesible, que tiene muchas veces la recompensa del descubrimiento. Creo que el niño o la niña son tales desde su nacimiento, acaso desde antes. Es interesante cómo desde las primeras edades distinguen ya las dos formas de rostro con las que se encuentran, cómo reaccionan a ellas de dos maneras distintas. Al pasar el tiempo los rostros van cambiando, adquiriendo nuevos matices, nuevos sentidos. Uno de los privilegios de nuestra época es la frecuente longevidad, en toda su riqueza. Las mujeres han visto una prolongación extraordinaria de su juventud, de su belleza, de su atractivo. Durante siglos, se había aceptado que la juventud y la belleza fuesen pasajeras, asociadas a la primavera de la vida. Esto ha cambiado de una manera radical, de la que no se da cuenta una parte demasiado grande del mundo. Lo cual representa un enriquecimiento fabuloso, que se une a otros incrementos casi increíbles y que no son más importantes que éste, casi siempre pasado por alto.

En el mejor de los casos, se da por supuesta esa ganancia, sin experimentar gratitud, sin aprovecharla y estimarla. Cada vez me preocupa más el equilibrio entre la atención y la desatención. Hay dos formas de vivir, bien distintas: resbalar sobre las cosas, usarlas distraídamente, o bien detenerse en ellas, reconocerlas, tomar posesión de ellas, incorporarlas a la propia realidad. De esto depende la intensidad de la vida; y no sólo esto, sino el que su fluencia se pierda o se conserve, se dilapide o se acumule y logre espesor. Cualquier hombre con alguna sensibilidad y capacidad de visión ha ido reuniendo a lo largo de su vida una inmensa colección de rostros de mujer, inolvidables, muchas veces maravillosos, que lo han ido acompañando y "quedándose" si ha habido una dosis suficiente de atención y fidelidad. Es un tópico decir que todas las mujeres son iguales. No creo que haya dislate mayor. Su variedad es inagotable, dentro de una comunidad que es preciosa y esencial para sus relaciones con el hombre. Al actual lo han acompañado desde el principio no sólo la madre, sino lo que antes era infrecuente: las abuelas. No se tiene idea del grado en que la vida infantil se está enriqueciendo en los últimos decenios con la presencia de los abuelos, en grado superior de las abuelas. La experiencia de las diversas generaciones ha aumentado en un grado sorprendente; esto significa una transformación profundísima de la estructura de la vida, mucho más honda que las que se suelen tomar en cuenta. La dilatación de las posibilidades económicas es asombrosa; el mundo ha sido casi siempre muy pobre, con una incipiente creación de riqueza a fines del siglo XVIII y desde comienzos del XIX, otra en nuestro tiempo desde el final de la Segunda Guerra Mundial, de la que los relativamente jóvenes no se dan cuenta. Nada de esto es comparable con el que contemos con una o acaso dos generaciones más, según los diferentes países. Y si volvemos a la vida personal, esto quiere decir una dilatación del horizonte femenino, que abre posibilidades inmensas para el horizonte entero de la vida.

Temo que esta riqueza sea aprovechada, poseída, utilizada en muy escasa medida. Tengo la impresión inquietante de que una parte muy grande de la humanidad actual vive en formas de simplificación, de homogeneización, de renuncia a lo que realmente está ahí, pero de lo que no se toma posesión. Por extraño que parezca, echo de menos en mis contemporáneos el ejercicio intenso y frecuente de una posibilidad absolutamente elemental: mirar. No basta, pero es el punto de partida. Si no se mira, y esto desde la primera juventud, el botín acumulado es siempre pobre, quizá todavía más en medio de la abundancia ambiente. Rodeado de cosas, de objetos que se compran, de imágenes que asedian por todas partes, la tentación es no mirar, pasar distraídamente la vista sobre lo que nos rodea, dejarse llevar por lo que se dice, se ofrece, se muestra, se vende. Son legión los que no viven desde sí mismos, se dejan llevar por los medios de comunicación, por todas las formas de propaganda. Hay que volver a contar con las apariencias, a fiarse de ellas, de lo que se ve; y muy principalmente de esa otra apariencia que nos hace tener ilusión, algunas veces felicidad. Y confiar en que la otra mitad de la humanidad haga su parte, complete la visión, integre la posesión del mundo. Tengo la sospecha de que las mujeres, por razones complejas, están más cerca de una visión suficiente de lo que las personas son.

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