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Exasperación

Se advierte con extraña frecuencia una propensión a la exasperación, a la agresividad, al desplante. Individuos, grupos, sindicatos, partidos, regentes de comunidades, incluso Estados, muestran tendencia a vociferar, manotear, insultar, amenazar, exigir -nunca proponer, sugerir, pedir, solicitar, no digamos rogar. Se ha depositado en mí durante largos años la convicción de que todas esas actitudes revelan debilidad, inseguridad, frecuente cobardía. La firmeza educada y correcta es lo contrario de todas esas formas de flaqueza. "Donde se grita no hay verdadera ciencia", decía Leonardo da Vinci. Tampoco buena política, buena diplomacia, instalación firme en las propias posiciones, en los derechos legítimos. Responder a las muestras de agresividad con algo comparable es una peligrosa tentación. Los que se enzarzan en una competencia de agresividad pierden su razón y, lo que es más evidente, su fuerza. El que está seguro de algo no tiene que levantar la voz ni exaltarse. Le basta con formular serenamente su convicción, justificarla con razones, estar dispuesto a examinarla y discutirla, es decir, a ponerla a prueba. Recuerdo que aquel declamador enfático del texto de Dante en la Divina Comedia "per me si va nella Cità dolente..." recibió este comentario: "No grite, porque eso lo dice un cartel, y los carteles no se enfadan".

Hay una alarmante tendencia a hacer pequeñas imitaciones de Hitler, de su táctica de "hechos consumados". Cuando falta la magnitud, el resultado es el ridículo. Recuerdo que cuando yo era muy joven decía a veces a mis alumnos que las pirámides eran admirables por su grandeza, pero que una pirámide de tres metros era ridícula; un día encontré en un cementerio un panteón que era exactamente eso.

El escritor que dice cosas "detonantes" no confía en su inteligencia, su imaginación o su ingenio. El investigador que hace todas las semanas descubrimientos sensacionales, que cambian la visión de la realidad, especialmente la humana, tal vez sospecha que su notoriedad pasará la semana siguiente.

Casi siempre se ve que el que usa gestos o palabras agresivos, hostiles, insultantes, sospecha que no tiene razón y que carece además de energía para defender adecuadamente lo que pretende. Suple con sus excesos su falta de convicción, su debilidad interna, su sospecha de que puede estar haciendo el ridículo. Se pretende muchas veces llamar la atención, hacerse notar, promover respuestas, si es posible airadas, una polémica, tal vez una trifulca. Todo ello implica un reconocimiento de la propia inanidad, de la carencia de importancia y solidez. Se confía en conseguir un refuerzo de la propia realidad por la respuesta ajena. En el admirable drama de Edmond Rostand "Cyrano de Bergerac", un petulante agresivo insulta a Cyrano con cuatro expresiones vejatorias. Cyrano responde como si el otro se hubiera presentado: "Et moi, Cyrano, Savinien, Hercule de Bergerac".

Sería conveniente aplicar las normas de cordura al conjunto de la vida personal, intelectual, política y por supuesto internacional. Se ha avanzado mucho en algunos campos, se ha generalizado el descrédito de las formas extremas, de la grosería, del insulto. Hacia 1930 se inició primero en Francia, luego por imitación en los demás países y lenguas, una afición a las llamadas "palabrotas", expresiones groseras que alguna vez se oían en lugares marginales y que nunca se habían leído porque no se escribían. La novedad fascinó a algunos y fue el camino de su notoriedad y su fama. Temo que se ha convertido en un lastre fastidioso, lindante con el aburrimiento, que hace que vayan cayendo en olvido los que se han entregado a ese curioso deporte. Sería interesante hacer un balance justo de las vicisitudes de muchos autores que cayeron en esa tentación y compararlos con los que se mantuvieron fieles a otros usos. Como algunos de los primeros tenían, a pesar de ello, talento, ciertos libros suyos se han salvado "a pesar de esas debilidades"; algunos se dieron cuenta y reaccionaron a tiempo; otros se empecinaron y exageraron esa tendencia, a la cual fiaron su pretensión de fama.

Cuando se trata de la vida pública, de la política, no digamos de la convivencia internacional, los riesgos son muy grandes. Si se repasan los orígenes de tantas guerras, sin excluir las más extendidas y atroces, se advierte la futilidad de los motivos reales, la reacción desmesurada a ciertos hechos, a veces simples palabras, a destemples. Cuando se inició la guerra civil española, tan pronto como vi que se trataba de eso nada menos, pensé: "qué exageración". La desproporción entre los motivos reales y los monstruosos hechos de tres años, para no hablar de las consecuencias no enteramente extinguidas, es tal que, además de sentir admiración y horror, no se puede evitar la impresión de sorpresa, de inverosimilitud.

Es fácil ver todo esto después de que ha acontecido; lo que la memoria nos muestra de cualquier tiempo pasado sorprende penosamente. ¿No sería posible ver las cosas antes de que estén consumadas? ¿No se podría prever lo que después, cuando ya no tiene remedio, resulta tan claro? Haría falta un ejercicio de contemplación de la realidad, de atención escrupulosa a sus conexiones -en eso consiste la razón-, todavía más de la imaginación, el intento de ver hacia dónde se orientan las cosas, adónde pueden llevar. Si se miran las posibilidades y los riesgos, no es imposible acertar. La condición es precisamente la evitación de toda exasperación, de los primarios impulsos agresivos, la conservación de la serenidad, la calma, la firmeza, la buena educación.

Mi confianza se deposita en los hombres que muestran esos caracteres; en ellos pongo mi esperanza de una vida inteligente y llena de cordura. Esto se puede extender, más allá de los individuos, a grupos diversos, a países enteros, frente a aquellos otros que inspiran justificado temor, que parecen "explosivos". Porque las explosiones no se limitan al que estalla, sino que pueden propagarse y arrastrar a grandes porciones del mundo, tal vez al mundo entero. Vale la pena mirar en derredor y tomar en serio lo que se está viendo.

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