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Un trienio

Entre 1868 y 1870 acontecieron varias cosas importantes, de muy diverso signo, cuya cercanía temporal no suele tenerse presente. En septiembre de 1868 fue destronada la Reina Isabel II -que, por cierto, tenía 38 años- y quedó vacante el Trono de España. Al año siguiente se convocaron Cortes Constituyentes, ejemplo de la desorientación que dominó en España hasta la Restauración de Cánovas y Alfonso XII. Muy poco de lo que se dijo en ellas tenía sentido, con las excepciones notorias de Valera y Castelar.

Pero ese mismo año 1869 aconteció algo bien distinto y de enorme importancia: la inauguración del Canal de Suez, obra de Ferdinand de Lesseps. Se trataba de una obra ingente, de ciencia técnica y política, que abrió el camino de Oriente sin el asombroso rodeo de la vuelta a África. Fue la gran fiesta de la civilización europea, el triunfo de lo que el continente significaba. Los diversos países acudieron con multitud de navíos, España con la fragata "Berenguela", y representaciones de lo más alto. Allí convivieron los diversos países de Europa, con Mehemet Alí en nombre de Egipto, en un alarde de esplendor. En España hubo información minuciosa en "La Época" por obra de José de Castro y Serrano, que no se movió de su casa de Madrid, informado puntualmente por una hija del gran erudito Pascual Gayangos, casada con el diplomático Riaño. El conjunto de esas "crónicas" apareció en el delicioso libro "La novela del Egipto".

En 1870 se buscaba en España un posible Rey extranjero. Se propuso el Príncipe prusiano Leopoldo de Hohenzollern-Sigmaringen (en versión popular española Ole Ole si me eligen). Esto inquietó mucho al gobierno francés, temeroso de una nueva influencia de Prusia; esta renunció a la propuesta, pero Francia había dado ya imprudentes pasos hostiles, y se produjo inverosímilmente la guerra franco-prusiana.

Todos saben el resultado de la contienda: derrota del ejército francés, caída del Segundo Imperio de Napoleón III, levantamiento de la Commune y violenta represión de él. A consecuencia de la victoria, unificación de los estados de Alemania y constitución del Imperio alemán en el Palacio de Versalles. Nada menos. Podría añadirse en el mismo año el comienzo del Concilio Vaticano.

En este brevísimo espacio de tiempo actúa Europa como una unidad, en lo constructivo y festivo, en la gran hazaña que fue el Canal de Suez, algo que no había sido posible hasta entonces y que significó, por el acierto y la técnica, una transformación real del mundo. Algo comparable, esta vez positivo, a lo que significaron las invasiones islámicas del Mediterráneo norte en el siglo VII: la eliminación de ese mar como ámbito de convivencia, como camino, como enlace de las dos riberas del Mare Nostrum. Ese percance histórico alteró la realidad del mundo que había existido desde los tiempos más remotos. Ahora otra acción humana, pero de distinta índole, transformó la geografía, impidió que los viajes entre España y las Islas Filipinas durasen un promedio de cuatro meses, acercó medio mundo al otro medio.

A la vez, en tan breve espacio de tiempo, sin motivos que hoy nos parezcan justificados, se produjo la violenta escisión de Europa, el enfrentamiento de dos de sus porciones más ilustres e importantes, con profundas alteraciones internas y externas, cuyas consecuencias han perdurado hasta hoy.

Los españoles han tenido siempre presente lo que en 1898 se llamó el Desastre nacional: guerra con los Estados Unidos, pérdida de la porción insular de la España ultramarina, Cuba, Puerto Rico, las Filipinas, gravísima mutilación que coincidió con un prodigioso reverdecimiento de la cultura española. Rara vez se tiene presente que la guerra franco-prusiana había significado para Francia un quebranto incomparablemente mayor: la derrota militar, no en lejanas islas sino en el propio suelo, la ocupación de París por las tropas enemigas, la pérdida, no ya de islas lejanas, sino de dos provincias del territorio propio: Alsacia y Lorena, alemanas hasta 1918.

El trienio a que me estoy refiriendo representa poco más de un instante en la historia de Europa. Ejemplos parecidos se podrían multiplicar. Han sido pocos los países que no han experimentado quebrantos mayores que los que en esa época y en otras se han abatido sobre España. Tal vez el problema está en que se habla mucho de ellos, no se los compara con el resto del mundo, no se tienen en cuenta los factores positivos, y en particular esa admirable continuidad de la vida, que no se detiene y remonta todas las dificultades.

Ese mismo año 1870 se produjo en Alemania una reorganización del cuerpo social e histórico. Mi temprana afición a los Atlas me hace tener fresca la imagen de lo que era Alemania antes de esa fecha: Reinos, Condados, Principados, Ciudades Libres, quizá más de ochenta fracciones. Sin duda, una bendición; no exenta de riesgos; recuerdo muy bien que en la primera mitad de siglo algunas luminosas cabezas alemanas tenían temor a la unificación. Faltaba la unidad, el aprovechamiento de todos los recursos, pero había multitud de ciudades ilustres, de universidades fecundas y gloriosas, algo que no existía en países más unitarios y centralizados. Existió la sospecha de que la unidad podría ser peligrosa, y en cierto momento, casi en nuestros días, lo fue y de manera angustiosa.

Ese mismo año se realizó la unidad de Italia como nación. Sus diversas porciones, que habían coexistido durante siglos con gran riqueza, variedad, creación cultural, literaria, artística, con enconadas luchas constantes, por un impulso que venía del norte, del Piamonte, llevó a la unidad de la península entera y sus islas. Resulta paradójico que las actuales voces "separatistas" vengan de la llamada "Liga Norte", de la Saboya que fue origen de la nación italiana.

Cuando se pasa la mirada por cualquier fragmento de la historia europea, sorprende la injustificación de casi todas las guerras, su carácter innecesario, injustificado, suicida. A cierta distancia se percibe que se hubieran podido evitar, que sólo la torpeza o la maldad llevaron a ellas, las máximas en nuestro tiempo, en el espa

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