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Estabilidad

Después del complejo, dramático y tumultuoso año 1870, Europa entró en una larguísima fase de relativa estabilidad, que duró casi medio siglo, hasta la Gran Guerra de 1914-1918. Rara vez se ha mantenido tal grado de normalidad, convivencia pacífica, usos comunes, vigencias arraigadas durante tanto tiempo.

Un factor de estabilidad fue Inglaterra, que llevaba muchos decenios de continuidad bajo la Reina Victoria, con incesante avance de la colonización, en general pacífica, con la excepción a fines del siglo XIX de la guerra de los Boers en el Transvaal, que conmovió por un momento al mundo. Se decía Inglaterra, más que Gran Bretaña; ahora suele decirse Reino Unido (de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte, habría que decir). Los mapas se iban llenando de puntos y manchas rojas, señales de la colonización inglesa en todos los hemisferios.

Fue el momento de la consolidación de la colonización europea en África, en la segunda mitad del siglo XIX y que perduró hasta 1960. África había sido siempre un continente mal conocido; recuérdense las expediciones de Livingstones, Stanley y tantos otros buscando las Fuentes del Nilo o los Grandes Lagos. Se hablaba del "África tenebrosa", y así lo era: primitivismo, luchas incesantes, caza de esclavos que se vendían a los árabes y luego a los europeos, conmociones. A la antigua colonización portuguesa en Angola y Mozambique y la mínima española en Guinea siguieron el Congo Belga, las colonias francesas e inglesas y las hoy olvidadas alemanas en África occidental y oriental, que perdió Alemania después de la Primera Guerra Mundial.

La colonización europea fue con frecuencia egoísta, explotadora, pero hizo habitable durante un siglo escaso el inmenso continente. Carreteras, ferrocarriles, telégrafos y teléfonos, hospitales, escuelas; y sobre todo cesaron las habituales matanzas, que han "reverdecido" con extraña frecuencia en los últimos decenios.

En esa época de bastante paz -no se olvide la guerra ruso-japonesa y otros episodios menores- se produjo un gran desarrollo técnico, científico y económico de Europa; se elevó el nivel de vida, se extendió la democracia, hasta llegar en varios países, incluso en España, al sufragio universal, por supuesto masculino. Se fueron acentuando las diferencias entre las diversas naciones, que a pesar de todo convivían; fueron naciendo rivalidades económicas o de prestigio y poder, lo que creó el clima que hizo posible la desastrosa ruptura de 1914. Se habían ido estableciendo diversas alianzas, con el fin de asegurar distintas hegemonías parciales, que resultaron funestas, porque fueron lo que desencadenó con poco motivo la Gran Guerra.

Esta, como casi todos los grandes males que sobrevienen a la humanidad, fue una inmensa exageración. El doble asesinato de los Príncipes austro-húngaros en Sarajevo hubiera podido ser un simple crimen, un penoso incidente sin más consecuencias. Llevó a una guerra de cuatro años, naval, por primera vez aérea y sobre todo de trincheras, que costó millones de muertos.

Reclamaciones de una nación a otra, pretensión de intervención en las investigaciones, orgullos nacionales, invocación de las alianzas, todo ello fue enlazándose, multiplicando los equívocos, las sinrazones, hasta llegar a uno de los desastres máximos de la historia europea. La intervención del Japón y finalmente de los Estados Unidos hizo que la llamada Guerra Europea se convirtiera en la Primera Guerra Mundial.

A aquella larga estabilidad siguió un afán de transformaciones cuyo balance deja perplejo al que tiende la mirada por la historia del último siglo. Desapareció la Monarquía en lugares en que estaba sólidamente asentada. Se produjo la desmembración del Imperio Austro-Húngaro, obra de gran sabiduría, que había mantenido la cohesión en una gran zona de Europa en que había sido problemático el proceso de nacionalización, iniciado en España y Portugal a fines del siglo XV, seguido de cerca por Francia e Inglaterra, luego por Prusia, Suecia y hasta el nacimiento de algo así como una nación en Rusia. La fragmentación de la antigua unidad centrada en Viena, con otro elemento en Budapest -faltó haber añadido a lo germánico y lo magiar el elemento eslavo, cuyo centro hubiera debido ser Praga-, hizo que toda esa parte de Europa se llenara de "naciones", por supuesto Repúblicas, que han sido problemas constantes desde entonces.

Se desmembró igualmente el Imperio Otomano, defectuoso y lleno de problemas, ciertamente, pero si se compara aquel mapa con los resultados las pérdidas parecen aterradoras.

El afán de transformación ha sido desde entonces incontenible. Se buscaron defensas, garantías, asociaciones de todo tipo, con frecuencia inestables y sin criterios claros. Conviene no olvidar que en el plazo de muy pocos años, entre 1918 y 1939, se produjo nada menos que la segunda y gigantesca Guerra Mundial, y que se pudo llamar período de "entre guerras" a lo que medió entre ambos desastres.

¿Quiere esto decir que la estabilidad de los tres cuartos de siglo fue engañosa, mera apariencia? No, fue real, creadora, lo que debió ser el punto de partida para seguir adelante. Fue petulante, vanidosa, en algún sentido frívola. Faltó la cautela, la previsión de los riesgos, de las consecuencias de lo que parecía inofensivo o deseable. En suma, falta de un ejercicio suficiente de la inteligencia, una acumulación de errores que hoy parecen evidentes. ¿No lo eran entonces? Creo que sí; si se mira bien, se ve que algunas cabezas claras se dieron cuenta; otras, eminentes, no. La mayor parte de las primeras no tenían el mundo en sus manos, no podían apenas influir. Y esto lleva a pensar en una cuestión delicada: ¿en manos de quién están las cosas decisivas? ¿De quién se puede uno fiar? ¿Hay algún medio de que se cuente en la vida colectiva con lo responsable, lo que puede ser clarividente? Desde casi un año el mundo ha entrado en una fase inquietante. Sería el momento de exigir claridad, rigor en el pensamiento. El error es lo más peligroso de todo.

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