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La Religión en las aulas
Más allá de la polémica o del intercambio de opiniones entre la Conferencia Episcopal y el PSOE sobre la reunión que mantuvieron para tratar sobre la asignatura de Religión en la ley de Calidad -y ante la que no cabe sino subrayar que hubo dos percepciones enfrentadas- lo fundamental es detenerse en el análisis del estatuto de la enseñanza pública de la Religión, sin perderse en cuestiones formales que desvíen el centro de atención del debate.
En este asunto, el error socialista es aún menos comprensible si se considera que ni siquiera produce réditos electorales: la mayoría de la sociedad es católica, practicante o no, y la asignatura de Religión es elegida por ocho de cada diez alumnos. En el fondo, el problema se reduce a decidir si la Religión debe o no ser erradicada de la enseñanza pública. Lo demás es poco más que palabrería. Ésta es la cuestión. Las líneas generales de la nueva regulación, que cuenta con el apoyo de la Iglesia española, son conocidas. Se establece una asignatura de Religión, dentro del área de Sociedad, Cultura y Religión, con dos versiones, una confesional y otra aconfesional. Los padres podrán elegir entre una u otra modalidad. La asignatura tendrá valor curricular, aunque con algunas limitaciones. Se impone la Religión a todos como se impone la Lengua o las Matemáticas. No se evalúa la fe de los alumnos o su fidelidad a unas creencias, sino sus conocimientos sobre ellas. Y se respeta el derecho de los padres y de los alumnos a recibir una versión confesional, impartida por profesores avalados por la Iglesia, pero con los pertinentes controles de calidad, pues, entre otras cosas, han de ser licenciados, o una aconfesional, que impartirán profesores de Historia y de Filosofía.
No se comprende el airado guirigay laicista montado por los responsables socialistas de Educación. Y menos aún si se recuerda que durante la etapa socialista se mantuvo la enseñanza de la Religión católica en los centros públicos, y que muchos de ellos se han manifestado partidarios de la asignatura en su versión no confesional. Acaso entre sus filas más incondicionales la actitud sea rentable, mas seguro que no lo es en esa banda mayoritaria y moderada de votantes que son, además, en su mayoría católicos.
Por lo demás, la nueva regulación cumple escrupulosamente con el respeto a la libertad religiosa y el principio constitucional de la aconfesionalidad del Estado. Sólo puede molestar a quienes pretenden erradicar la Religión de las aulas, asimilándola a la creencia subjetiva o a la superstición, o a quienes, movidos por viejos tópicos anticlericales, se resisten a que la Iglesia pueda impartir sus enseñanzas en las aulas de todos, aunque lo pida la mayoría de los ciudadanos. En el fondo, la cuestión reside en determinar si la Religión pertenece al ámbito de la cultura y debe por ello ser enseñada en las aulas o, por el contrario, debe quedar relegada a la catequesis o a las catacumbas de la pura privacidad. Y no se diga que quienes quieran enseñanza religiosa que se la paguen aparte, porque la enseñanza pública la financiamos todos, creyentes y no creyentes. Y no hay razones para castigar económicamente a los creyentes. El fenómeno religioso forma parte de la cultura, y el cristianismo, de la tradición occidental.
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