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Homosexuales
Vaya por delante que un servidor de ustedes, mis lectores, situado ante el fenómeno de la homosexualidad, tan fuerte y extendido en el tejido social de nuestro tiempo, adopta una posición que podríamos llamar celiana y valleinclanista. Me gusta citar, y ahora lo hago de memoria, una frase de don Ramón María: «Hay dos cosas que me moriré sin entender: el amor de los efebos y la música de ese teutón que llaman Wagner». ¿Qué otra cosa podría escribir Valle-Inclán después de contarnos los amores del marqués de Bradomín y sus nueve sacrificios en sólo una noche al dios Eros, me parece recordar que en el lecho de la Niña Chole? Por otra parte, a mí me sucede como a mi admirado Camilo José Cela, que no siento atracción alguna hacia la experiencia de tomar por retambufa. Uno quiere morirse con la virginidad de la retaguardia perfectamente intacta, qué le vamos a hacer.
Ahora, a eso que Valle-Inclán llama tan fina y mitológicamente «el amor de los efebos» se le dice «amor gay», quizá porque esa palabra importada del inglés y traída de América le quita el viejo desdén y el uso de injuria que tienen las palabras maricón y tortillera, del castellano llano, o en plan más suave, mariquita y marimacho. A un boquirrubio, sarasa o apio se le pregunta, por ejemplo: «Oiga, ¿usted es maricón?», y tal vez se dé por ofendido e injuriado. En cambio, se le pregunta si es gay, y hasta puede tomarlo como una deferente curiosidad. También se usa mucho la expresión «salir del armario» para los que confiesan públicamente su peculiaridad sexual, y más despectivamente se dice que «pierden aceite». Todo consiste en dar lingüísticamente vueltas al mismo asunto.
Hay efebos y amazonas que no se conforman con salir del armario sino que además lo hacen retadoramente y se van a las manifestaciones callejeras del «Orgullo gay», como si los que tuviéramos que avergonzarnos de la sexualidad natural y reproductora fuésemos los ingenuos imitadores de Adán y Eva. Total, que hemos pasado de la discriminación injusta, el desprecio público, incluso la persecución y castigo de las tendencias y prácticas homosexuales, al extremo contrario. Y las parejas de hombres y mujeres piden reconocimiento jurídico de familia y el derecho a adoptar a unos niños que su condición sexual les niega o dificulta.
Y ahí llega la Iglesia, casi siempre sabia y tantas veces incómoda, y dice sus verdades que queman. El cardenal Ratzinger, Inquisidor Mayor de la Iglesia Católica, ha puesto nuevamente el dedo sobre la vieja llaga moral, social y jurídica del trato a los homosexuales. Las «Consideraciones» contenidas en el documento que ahora ve la luz ya ha levantado reflexiones encontradas entre los colectivos de homosexuales y entre los políticos, juristas, sociólogos y moralistas. Y es que una cosa es el respeto debido a unas tendencias, a veces naturales y a veces adquiridas, y otra muy distinta fabricar familias artificiales y además darles hijos que no van a tener padre y madre como la Naturaleza manda desde que el mundo es mundo.
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