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La Iglesia en Europa

Nuestra querida y vieja Europa, quizás más envejecida que amada, parece como si hubiera perdido su señorío de antaño para asentarse en la plácida e inoperante atalaya de la nostalgia, desde la que ninguna otra cosa puede verse que la sombra de un pasado que se recuerda deslumbrador en ideas y en historia.

América es el continente de la esperanza. Asia, con el despertar emprendedor de enormes y populosos países. África, con la permanente inquietud entre los que emigran y los que luchan por abrirse camino a través de increíbles rivalidades étnicas. Oceanía, balanceándose entre el bienestar y la pobreza. Y Europa, que presume de civilización y ofrece más interrogantes e inquietudes que seguridad y esperanza.

En estos últimos meses, y por aquello de una Constitución para Europa, se ha hablado mucho de las raíces, de la historia y del empeño en que nada se diga del capítulo de lo cristiano en ese proyecto de carta magna de la Unión Europea. Del futuro se habla menos. Puede ser que resulte difícil vislumbrar lo que está por venir o que se prefiere no pensar en algo que estremece. Metidos, pues, en un laberinto de ideas del que más que intentar salir, se opta por la evasión y la indiferencia. El Papa ha repetido la advertencia acerca de la grave crisis de valores que está atravesando Europa y, también la necesidad de que el Viejo Continente recupere su propia identidad. Los valores cristianos, no solo han ayudado a vivir una fe religiosa sino que han inspirado los ideales democráticos de las sociedades europeas.

Juan Pablo II, providencial maestro y testigo, que pasea doctrina y ejemplo por todo el mundo, ha puesto en nuestras manos, al comenzar el verano, una exhortación apostólica sobre «Jesucristo vivo en su Iglesia y fuente de esperanza para Europa». Ecclesia in Europa, es el título en latín. La carta del Papa no puede ser más oportuna y completa. Desde el lúcido y certero análisis de la situación de la Iglesia y de la sociedad europea, y las claves con las que hay que leer los últimos acontecimientos, hasta el saber presentar un verdadero y eficaz programa para la recuperación, y hasta la misma regeneración, de lo que fueron considerados los mejores valores del viejo Continente. Los europeos de hoy tienen que afirmar sus raíces y su herencia cristiana y pensar en su capacidad para seguir impulsando en el futuro esa nueva civilización de la paz y el bienestar, en todos los órdenes de cosas, sin olvidar el espiritual, y de la que puedan participar todos los pueblos. Clave imprescindible para comprender esta carta, con dimensión de universalidad aunque con especial dedicación a Europa, no es otra que un anuncio de una nueva esperanza. Y un claro aviso para los creyentes: nuestra esperanza es Cristo.

Con este incuestionable convencimiento, ya puede uno asomarse, sin miedo al desconsuelo, al escaparate de una Europa en la que se ha oscurecido la esperanza. Hombres y mujeres viven desorientados e inseguros merodeando en torno a un agnosticismo práctico que lleva a la indiferencia y a convertir, no solo lo religioso sino los valores más apreciados, en mero vestigio del pasado.

Por otra parte, resulta difícil vivir la propia fe en un contexto social y cultural que desdeña y ridiculiza lo cristiano. Es más fácil declararse agnóstico que creyente y se tiene la impresión, dice el Papa, de que lo obvio es no creer, mientras que creer requiere una legitimación social. En fin, una apostasía silenciosa por parte del hombre autosuficiente que vive como si Dios no existiera.

¿Qué hacer ante esta situación? En primer lugar, una «seria confrontación crítica» que ayude a descubrir raíces y apoyos de los que Europa no puede prescindir, bajo el riesgo de perder el rico bagaje de la historia y de un futuro con esperanza que reafirme al viejo Continente en su propia identidad. No pueden soslayarse los valores de la tradición cristiana, ni olvidar la dimensión religiosa. Pero será necesario un continuo diálogo ecuménico, interreligioso, doctrinal, espiritual y práctico en el que siempre resplandezca la verdad, la libertad y la dignidad de la persona, de cualquier persona, de toda la persona.

Puntos fundamentales, en esta carta del Papa, son aquellos en los se llama la atención sobre las «graves incertidumbres en el campo cultural, ético y espiritual» y la tentación de querer construir una nueva Europa prescindiendo de Dios, sin darse cuenta que la fe cristiana es parte radical e imprescindible en los fundamentos de la cultura europea.

La Iglesia de Europa tiene que «forcejear con no pocas debilidades, fatigas y contradicciones», pero, en forma alguna, puede sucumbir ante la desesperanza. Muy al contrario, tendrá que reforzar el compromiso con aquello que constituye su auténtica vocación: predicar el evangelio de la esperanza, buscando la última razón de todo en Cristo, ayudando a ver el amor de Dios que se hace presente entre las cosas en las que viven y preocupan a los hombres. El Papa no tiene inconveniente en proclamar con energía: ¡Optemos por la caridad!

Esa Europa que busca la unidad, pero que difícilmente la va encontrar si solamente la busca por los reducidos caminos de lo geográfico y de lo económico. El Papa quiere que, en la futura Constitución fundamental europea «figure en ella una referencia al patrimonio religioso y, especialmente, cristiano de Europa. Respetando plenamente el carácter laico de las Instituciones, espero que se reconozcan, sobre todo, tres elementos complementarios: el derecho de las Iglesias y de las comunidades religiosas a organizarse libremente, en conformidad con los propios estatutos y convicciones; el respeto de la identidad específica de las Confesiones religiosas y la previsión de un diálogo reglamentado entre la Unión Europea y las Confesiones mismas; el respeto del estatuto jurídico del que ya gozan las Iglesias y las instituciones religiosas en virtud de las legislaciones de los Estados miembros de la Unión» (n. 114).

Esta exhortación apostólica de Juan Pablo II puede considerarse como una espléndida síntesis de su magisterio y un incuestionable programa pastoral. Y no sólo para Europa. Podríamos decir, con el espíritu de las palabras del viejo patriarca expulsado de su tierra: Europa no sólo es la casa donde hemos nacido, sino la tierra que vive en nosotros. La Iglesia en Europa tiene una vocación universal y unos fuertes compromisos de fidelidad a sus raíces y a su historia cristiana. Y el Papa, con voz tan clara como firme, nos lo ha recordado en esta carta: Ecclesia in Europa.

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