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Esta Noche Llegan

Escribía mis cartas a los Reyes Magos sobre papel rayado, para evitar que los renglones me saliesen torcidos, procurando imitar la letra redondilla y un poco engarabitada aprendida en los cuadernos de caligrafía. Las encabezaba con un protocolario «Queridas Majestades de Oriente» y enseguida, por consejo de mi abuelo, ensayaba un sucinto examen de conciencia. Había desobedecido a mis padres, en el colegio había participado en varias rebatiñas, también había lanzado un escupitajo a la niña que se había negado a darme un beso; y aunque todos estos deslices veniales me hacían merecedor de una paletada de carbón, confiaba en que los Reyes Magos, en su infinita generosidad, los pasasen por alto y accedieran a traerme alguno de los regalos que a continuación enumeraba caóticamente. Antes de encerrar la carta en un sobre, se la daba a leer a mi abuelo, que aún me proponía añadir, a modo de posdata, un saludo a los camellos, a los esforzados palafreneros, a los pajes del séquito real. A ese advenedizo llamado Papá Noel no le dábamos ni siquiera los buenos días; mi abuelo me explicaba que este sujeto era un criado cantamañanas de sus Majestades, que había intentado arrebatarles el protagonismo. ¿Qué se podía esperar de un hortera que viajaba en un trineo tirado por renos voladores? El mérito lo tenían los Reyes, que sufrían los bamboleos de sus calmosas monturas y pernoctaban al raso, desafiando celliscas y heladas; al usurpador que le diesen por el saco, me decía mi abuelo. Por supuesto, yo no captaba la insinuación sodomítica.

Acudíamos mi abuelo y yo a la oficina de correos, para arrojar la carta en uno de los buzones de su fachada, que tenían la embocadura de un bronce lustroso, casi épico. Mi abuelo me aupaba y yo mismo introducía el sobre en la ranura; mi mano se contagiaba entonces de un temblor indescifrable y voluptuoso que ya no me abandonaba hasta la mañana del 6 de enero. Cuando la cabalgata de sus Majestades llegaba a mi ciudad levítica, nadie diría que llevaba recorrido medio mundo, tales eran el boato y la prestancia del desfile. Melchor, Gaspar y Baltasar saludaban encaramados en sus respectivas carrozas y arrojaban a manos llenas caramelos que sabían a especias orientales. Vestían mantos de armiño, sus barbas intonsas delataban su longevidad, sus coronas empedradas de rubíes y esmeraldas hubiesen ofuscado al mismísimo sol. ¡Y aún había, entre el público que los aclamaba, algún patán en edad adolescente que se burlaba de ellos! Mi abuelo dirigía a estos patanes una mirada conminatoria, como si desease picarles los bofes, y ellos callaban, avergonzados y mohínos, o se iban con la murga a otra parte. Siempre ha habido gente descreída y ciega ante la evidencia.

Antes de acostarnos, mi padre dejaba sobre la camilla del comedor tres copichuelas de jerez, para que los Reyes se calentasen las tripas. Gaspar, el más borrachín de los tres, la apuraba hasta el fondo; el negrito Baltasar, algo más morigerado, le pegaba apenas un sorbo; el adusto Melchor ni siquiera mojaba los labios. Pero las copas, vacías o intactas, no las descubríamos hasta la mañana siguiente; durante la noche, que yo pasaba entre zozobras, no hacía falta sino aguzar un poco el oído para escuchar a los Reyes remejiendo en el comedor, desenvolviendo embalajes y cuchicheando en sus lenguas vernáculas, mientras los camellos los aguardaban en la calle, tascando la hierbecilla aterida de los alcorques. Hubiese querido levantarme y pillarlos in fraganti, pero no me atrevía a hacerlo, para no romper el encantamiento.

Tantos años después, sigo escuchándolos, ajetreados e insomnes, mientras la noche se ahonda de sigilos. Y mi carne cansada, malherida de claudicaciones y descreimientos, vuelve a agitarse con aquel temblor indescifrable y voluptuoso de la infancia. No todo está perdido.

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