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Occidente

Se habla con frecuencia de la unidad del mundo. Es cierto que todo él está en alguna medida presente y tenemos que contar con la totalidad; pero ni el mundo es uno ni acabamos de entenderlo en su conjunto, aunque tengamos de él alguna noticia y nos afecte. Se habla mucho de Europa y se desliza la creencia de que es una unidad suficiente; esto no es cierto: Europa en ningún sentido se basta a sí misma, y no acaba de ser inteligible sin la América nacida de ella; ambas, inseparables, constituyen una realidad que se puede entender y se diferencia de otras, importantes y con las que por supuesto hay que contar.

Me sorprende lo poco que se habla de Occidente, la infrecuencia del uso de este nombre, a pesar de que significa el ámbito en el cual vivimos, con el que realmente contamos, nuestra verdadera morada histórica. El Atlántico no nos separa de América, sino que es el vínculo de unión, la constante referencia a nuestra morada vital y, desde hace varios siglos, histórica. Hay una extraña propensión a olvidar las realidades en las que se vive, mientras que se afirman porciones de ellas que aisladas son incomprensibles, o se finge una unidad mundial que ni existe ni se entiende.

En los últimos años se insiste demasiado en Europa, con una visión excesivamente unitaria y que implica un olvido -o una negación- de lo que es su complemento inseparable, es decir, América.

Es extraño que esta tendencia se dé en España, donde es absolutamente injustificable. El hecho enorme de que se hable español desde México hasta el extremo Sur del continente -con la única excepción del Brasil, donde se habla portugués, la otra lengua hermana de la Península Ibérica- debería bastar para evitar caer en ese error. Pienso cuál sería la actitud de otras naciones europeas si sus lenguas se hablasen en ese enorme porción de mundo. Siempre me ha conmovido al viajar por América el ver los carteles por las carreteras, desde parte de los Estados Unidos hasta el extremo sur, en la misma lengua que se habla en Ávila o en Sevilla. Este hecho simplicísimo y elemental nos hace comprender lo que ha sido la historia desde el Renacimiento.

Europa tiene cierta unidad, pero en ella predomina la diversidad, no sólo lingüística, sino de las maneras en que cada persona está instalada en la vida. Frente a esta diversidad hay la extraña y firmísima convergencia de los que viven en español a ambos lados del Atlántico. Con demasiada frecuencia se olvida que la lengua es una de las instalaciones primarias de la vida, que presenta una articulación de lo real, una tonalidad que se manifiesta en la fonética, en la sintaxis, en todo lo que es la articulación del mundo efectivo.

El español y el inglés son las dos lenguas privilegiadas que existen como propias a ambos lados del Atlántico, y permiten entender la conexión de los dos continentes. Otras lenguas se conocen, se estudian, en alguna medida se hablan en Occidente, pero no son lenguas «propias», en las que se esté instalado por igual en los dos hemisferios, que sean la morada vital de tantos millones de personas.

Resulta que el vínculo principal de Occidente es lingüístico. Esto puede parecer excesivo si se olvida que la lengua es la interpretación primaria de la realidad, que precede a todas las demás, étnicas, ideológicas o políticas. Los que hablan como propia la misma lengua están unidos por uno de los vínculos más fuertes que ligan a las diversas porciones de la humanidad. Es difícil comprender el elemento de voluntad suicida que tiene la insistencia de lo diferencial, en las lenguas particulares, tan dignas y valiosas, cuando se está inmerso en otra de mayor amplitud, instrumento de la comprensión de un mundo más dilatado y real.

Todas las lenguas tienen interés, filológico, histórico, humano; pero hay que preguntarse cuántos hablan cada una, qué se puede decir en ellas -las hay sumamente limitadas, reflejo de formas de vida simplicísimas-, qué se puede leer en cada una de ellas, qué se ha escrito en cada una. Esta consideración tiene aplicación inmediata en el conjunto de Europa, y establece diferencias capitales que no proceden de la voluntad, menos aún de la política, sino que se fundan en la realidad misma, constituida a lo largo de la historia.

Se vive instalado en una lengua, a veces en dos, desigualmente, en diversas zonas de la vida, en perspectivas distintas, con una dimensión temporal que se pasa por alto: las relaciones con el pasado, el presente, y más aún el futuro, son muy diversas, y rara vez se tiene conciencia de ellas.

Las lenguas europeas están estrechamente emparentadas: son de la misma familia, no ya lingüística, sino histórica. Han convivido, se han influido mutuamente; el verlas como recíprocamente ajenas, no digamos hostiles, es simplemente suicida. La fecundidad, ciertamente desigual, de las naciones europeas, se manifiesta en la realidad mayor que es Occidente. Su configuración es el reflejo de la que ha sido la historia europea durante los últimos siglos. De la diversidad de la acción, y más aún, de la actitud, de las distintas naciones.

El mapa de América es la proyección de lo que ha sido la realidad originaria de Europa desde fines del siglo XV, la consecuencia de la imaginación, el espíritu de aventura, la capacidad de propagación de las diversas variedades de Europa. Porciones de este viejo e ilustre continente han vivido cerradas, absortas en sí mismas, tal vez enriquecidas pero limitadas. Otras han estado abiertas, curiosas, tal vez generosas, capaces de ir más allá de sí mismas; en suma, fecundas. Ese mapa de América descubre, con su enorme realidad, la diversa fecundidad de Europa, sus diferentes grados de apertura y proyección. La proyección exterior ha podido ser una manera de desangrarse; también de engendrar una prole mayor o menor. La actitud conservadora, más o menos hermética, tiene sus ventajas y virtudes; la apertura a la generación tiene riesgos y venturas distintos. Lo que es América descubre lo que ha sido Europa desde 1492. Si el Descubrimiento hubiese acontecido en otra época, los resultados habrían sido bien distintos; la cuestión decisiva es dónde estaban las diversas porciones de Europa en el momento en que algunas de ellas acometieron la empresa inmensa de la fecundación de otro continente.

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