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La guerra moral

La guerra de Iraq se inscribe en último análisis, al menos en una de sus causas más importantes, en la atmósfera del moralismo que ha dejado la guerra fría, que ha continuado como una suerte de guerra incruenta por los derechos humanos. Guerra cuyo origen son los Derechos del hombre y del ciudadano proclamados urbi et orbi por la revolución francesa. En este sentido es una «guerra por generosidad», como la llama Mónica Papazu (Catholica n° 81), aunque su trasfondo emocional inmediato sea el 11 de septiembre. Se mezclan en ella la idea de la propaganda comunista de la lucha de los pueblos oprimidos contra los opresores y los tiranos con la ideología de los derechos humanos: es una guerra a la que nada tendría que oponer una teología de la liberación coherente. En efecto, el argumento más contundente en defecto de otros es el de la liberación de los iraquís de la tiranía de Sadam Husein y, precisando más, de los distintos grupos étnicos de Iraq de la opresión de la minoría sunní afecta a Sadam. Desde este punto de vista, es una hipocresía de los defensores de los derechos humanos, los influidos por la propaganda y los pacifistas belicosos el criticar tal guerra sólo porque sus protagonistas son los norteamericanos.

Aparte del suceso en sí mismo, lo notable de la guerra de Iraq, en la que lo más racional son los datos de la geopolítica, es que ha puesto de relieve la preponderancia actual de la argumentación moral en la política haciéndola tan confusa y contradictoria. La política moral a secas, como lucha universal por valores en nombre de la Humanidad, un sujeto abstracto, es un pozo sin fondo que puede dar lugar a las consecuencias más aberrantes, porque quien dice valor evoca el contravalor y en ella nunca hay un enemigo concreto. Se trata de una lucha entre el bien y el mal absolutos intepretados como valores ad usum delphinis. En una guerra religiosa está claro quién es el enemigo y, eventualmente, el amigo; lo mismo en una guerra ideológica y, por supuesto de modo claro, en una guerra puramente política cuyo objeto es conservar el poder o aumentarlo. Las guerras civiles, cuando no son luchas por el poder, suelen ser por eso muy duras: en ellas no se contraponen tanto los intereses como las convicciones morales apoyadas o no en concepciones del mundo; entonces, el hostis, el enemigo político al que no se odia, sino que se le quiere vencer como en una litis o discusión jurídica para imponer un punto de vista jurídico, deja de serlo y se convierte en inimicus, enemigo privado al que se trata con odio y espíritu de venganza, aunque éstas se revistan de la legalidad del vencedor. Desde la revolución francesa se ha impuesto poco a poco la perspectiva moral sobre la política y la jurídica en todas las relaciones —en el campo privado suele manifestarse como «uso alternativo del derecho» — y ya en las dos últimas guerras mundiales prevaleció sobre la política y el derecho, incriminándose al enemigo vencido considerándolo causante de la guerra y acaso, en el plano personal, como un criminal de guerra, lo que, por cierto, endurece el desarrollo de la misma guerra cuando el presunto vencido sabe que no se le dará cuartel sino que será incriminado.

De hecho, la humanidad, sobre todo la occidental, vive hoy en un estado de guerra moral permanente por el subjetivismo absoluto de las concepciones morales, que no se apoyan en la autoridad de concepciones del mundo religiosas o al menos ideológicas, y en el que juegan un importante papel los derechos humanos herederos de los derechos del hombre y del ciudadano. Y cuando se justifican con religiones o ideologías, al prevalecer el componente moral derivan en fanatismo y al final acaso en terrorismo, cuya moralidad es ya francamente la del nihilismo aunque se enmascare con valores como el «derecho» a la autodeterminación, la «libertad de la opresión», el nacionalismo, la etnia o la democracia. El fanatismo es, decía Hegel, «la anulación de toda diferencia», siendo la consecuencia última de la concepción moralizante de la política que libera a la misma política de cualquier autolimitación.

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